El artículo de hoy es muy especial para mí, pues quiero compartir con vosotros y celebrar nada más y nada menos que hace 30 años, concretamente un 15 de febrero, me quedé ciego. Con casi dieciocho años mi vida cambió y, a partir de ese instante, aprendí a mirar mi existencia de manera distinta.
En el verano de 1982, mientras la selección española de fútbol la eliminaban del mundial (yo fui al Bernabéu cuando jugó con Alemania ya eliminada), recuerdo todavía con mis débiles ojos, el bonito espectáculo de todas las banderas ondeando al viento en un mes de julio caluroso. En agosto, por un desprendimiento de retina en uno de mis ojos, estuve 33 días, contados uno a uno, postrado en la cama del hospital sin poder mover nada de mi cuerpo menos las piernas, para que mi retina volviera a colocarse en su sitio después de una operación de urgencia. Era la técnica oftalmológica de aquella época que no sirvió de nada pues, cuando me quitaron la venda que obstaculizaba mi visión después de tantas jornadas, había perdido ese ojo.
Recuerdo siempre aquella comida después de más de un mes sin ver, que todo me extrañaba. Las enfermeras entraban y no las reconocía visualmente pues esos treinta y tres días conocí a todo el equipo del hospital con los ojos vendados y, al recobrar la vista con el que tenía útil, me quedé sorprendido. Del mismo modo aluciné con la paella que degusté, con el colorido de sus ingredientes y permanecí absorto, perplejo, contemplando los mismos y mi madre me instaba continuamente a que comiera y no me deleitara tanto. Esa comida duró más de dos horas: más que comiendo, “viendo” y todavía me acuerdo del disfrute de ver el agua trasparente y cristalina como si fuera un espejismo.
Me aseguraron después que, con la prevención del láser, que acababa de aplicarse en la oftalmología esos años, iría muy bien para el ojo que me quedaba y podía vivir toda mi vida sólo con uno como muchas personas. Me recomendaron, por tanto, que hiciera una vida más sedentaria y no practicara tanto deporte para que la única retina que me quedaba pudiera estarse quieta y no plantearse moverse a ningún sitio
De ahí que, con un primo mío, comencé el aprendizaje para poder tocar la guitarra y así empezar a realizar actividades más pasivas. Fue uno de los elementos clave cuando, al año siguiente, me quedé ciego. Era muy joven y no había cejado en seguir activo y, al año, esa retina inquieta y débil se desprende de nuevo y es cuando empieza a revolotear, con lo que de nuevo al quirófano y cuando ya parecía el final de mis ojos, esa operación resultó bien y resucité de nuevo a la vista. Por poco tiempo, pues en la primera revisión, al mes siguiente, de nuevo mi inestable retina volvía a desprenderse, con lo que ya estaba todo perdido y siempre me quedará presente la siguiente escena:
La doctora que me operó, con la ilusión de salvar mi vista y siendo yo tan joven, tuvo que acercarse a mí en la cama del hospital y, llorando a lágrima tendida, me dijo:
Mariano, la operación fue mal, te has quedado ciego… lo siento mucho…
Perplejo y alucinado, lo primero que expresé fue:
Y ahora… ¿qué hago yo?
Me quedé encerrado en mi cuerpo –literalmente. En ese punto fatídico piensas en todo, pero la decisión es clara: o me suicidaba o a por todas con mi nueva situación.
Luego vino el tiempo de asimilación y todo el día en casa metido fue mi guitarra, que no valió para paliar mi ceguera, la que me fue muy útil para no darle muchas vueltas a la cabeza. Con ella me entretuve hasta que, a través de quien más sabe de esto, la ONCE, se pusieron en marcha todos los programas de rehabilitación para que, en pocos meses, ya pudiera moverme solo con mi bastón y supiera leer y escribir con el sistema braille y utilizara la máquina de escribir.
Valga este artículo para dar las gracias, una vez más, a mi familia, que estuvo en ese momento apoyándome: padres, hermanos, tíos y primos que, junto a mis amigos -que también estuvieron ahí sacándome de marcha por las calles madrileñas aunque yo no quisiera- lograran entre todos devolverme a la vida pero, eso sí, mucho más fortalecido y viendo mi realidad con otros ojos.
Por todo esto, después de haber conseguido múltiples objetivos de todo tipo, de sentirme querido tal como soy y de poder haber contribuido a todo el que me lo pedía con mi ayuda y cariño, ratifico una vez más el don que se me dio hace treinta años al quedarme ciego por descubrir otra vida distinta, hacerme diferente a los demás y buscar en esta diferencia mi identidad. “Estar ciego”, me enseñó a ser más feliz y por eso, con todos los avances tecnológicos que ya existen, con la visión artificial a la vuelta de la esquina, tengo claro mi apuesta por seguir siendo así y no optar por ver (¡para lo que hay que ver!), pues después de tantos años nadie me podrá asegurar que por el hecho de volver a ver ahora mismo me daría más felicidad y autonomía. No todo lo perfecto es siempre lo ideal y, por eso, levanto mi copa y brindo con júbilo por poder seguir estando orgulloso de ser como soy y de miraros con otros ojos.
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