
No queremos, no debemos volver a la normalidad si la normalidad era lo que había antes. La normalidad no funcionaba y lo hemos visto ahora que hemos sometido a nuestra sociedad a niveles de estrés muy elevados. ¿Volveremos? Sí, claro que volveremos, pero con muchas lecciones aprendidas.
Una de ellas, quizás la más importante, es que no se puede volver a permitir el desmantelamiento de lo que ha venido a llamarse Estado del Bienestar: un concepto nacido en otra época dura, la de la posguerra mundial, que define una propuesta política, de organización social y económica según la cual el Estado provee servicios en cumplimiento de los derechos sociales a la totalidad de los habitantes de un país, entre ellos y fundamentalmente sanidad, educación y atención a la dependencia y los cuidados. Todo lo contrario, pues, al neoliberalismo privatizador por el cual el Estado debe adelgazar y solo proveer aquello que el sector privado no pueda hacer por no ser rentable. De la crisis financiera de 2008 aprendimos poco, parece, y las recetas que nos dieron fueron de mayor austeridad, control férreo del gasto social y del déficit, bajada de impuestos y privatización más o menos descarada de servicios básicos. La receta neoliberal es muy clara y básica: primero se reduce la inversión y el gasto púbico en, pongamos, por ejemplo, el sistema sanitario público. Esto supone precariedad, mal funcionamiento, abandono de actividades… A continuación, se vende al mejor postor con la excusa de mejorar la eficacia y la eficiencia mediante una gestión privada, gestión que solo mira la rentabilidad a corto plazo, con base en contrataciones precarias, a no atender lo que no da resultados, a no dar servicio a quien no pude pagarlo y sin mirar resultados a largo plazo como los que proporciona una investigación de calidad, por ejemplo. Y así podemos seguir con la educación o las residencias de mayores, sin ir más lejos. Pero esta pandemia nos ha enseñado con gran crudeza que este modelo no es válido y genera dolor, sufrimiento e incluso muerte, afectando especialmente a los y las más vulnerables y débiles de la sociedad. Y la gran lección nos la están dando las personas que trabajan en la sanidad pública, con su dedicación, su abnegación, su agotamiento y su sonrisa a pesar de los pesares.
Otra enseñanza, de las muchas que podemos obtener, es que el tejido social, vecinal y comunitario es fundamental. El Fondo Monetario Internacional augura muy malos resultados económicos para España en 2020 (bajada de un 8% del PIB, subida del paro hasta casi un 21%) y uno de sus analistas ha llegado a decir que se debe a un tejido empresarial muy capilar, con demasiada (sic) pyme. Este analista aboga por la gran empresa multinacional como refuerzo y garantía de crecimiento y solidez económicas. Pero lo que no tiene en cuenta es que quien ha estado ahí dándolo todo en esta crisis ha sido el tendero de la esquina. Los barrios que ahora llaman gentrificados, que no son sino barrios generalmente céntricos y populares en los que la población original ha sido progresivamente desplazada por otra de un nivel adquisitivo mayor y más joven con la consiguiente sustitución de pequeño negocio tradicional por modernos centros comerciales, franquicias o tiendas pertenecientes a grandes cadenas, no resisten esta situación de igual manera. Al igual que muchos centros de ciudades europeas que bullen de vida a la hora de comer y a las 5 de la tarde están muertos, hoy muchas zonas de nuestras ciudades, antes chic y cool ahora están cerradas y no resuelven los problemas que la droguería de la señora Antonia si resuelve en otras vecindades. Además, Antonia, aparte de proveernos de la necesaria botella de lejía y un par de guantes, nos informa del estado del barrio, de cómo están las cosas. Esto no lo puede hacer la joven cajera contratada precaria del hipermercado que trabaja muchas horas, vive lejos y no conoce a su clientela ni el vecindario. Pensemos pues en como reforzar los vínculos vecinales que el pequeño comercio proporciona. Si algo hemos aprendido en estas semanas es el valor de saludar a un vecino con el que te cruzas por la calle cuando vas apresurado a compra el pan, el valor de preguntar cómo está a la vecina que antes no conocías y con la que ahora coincides en el aplauso de las 8.
Que la vuelta a la normalidad nos coja con la tarea hecha y la lección aprendida por si la normalidad vuelve a sorprendernos.
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