¿Qué Unión Europea necesitamos?… O el debate desvirtuado

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La bandera de la UE se despliega en la sede del Parlamento Europeo.Estamos llamados a las urnas el 25 de mayo para elegir por sufragio universal los miembros del Parlamento Europeo. En España se elegirán 54 eurodiputados, de un total de 751.

Para combatir, en parte, un clima general de desencanto europeísta -acentuado tras la crisis- y un sentimiento euroescéptico en alza, se han introducido dos innovaciones ante esta cita electoral: un Parlamento Europeo con más poderes y responsabilidad y una relación más directa del voto ciudadano con la elección del presidente de la Comisión Europea. Para mucha gente, estas innovaciones son insuficientes, llegan tarde y no lograrán revertir el auge del populismo euroescéptico (según las encuestas lograrían entre el 20 y el 25% de los votos) ni la abstención media (que no ha cesado de aumentar desde las primeras elecciones europeas y, en las últimas de 2009, alcanzó el récord del 57%).

La importancia que tiene la Unión Europea (UE) en nuestras vidas y el hecho de que, según el Tratado de Lisboa, en vigor desde finales de 2009, los dirigentes de la Unión deban tener en cuenta los resultados de las europeas a la hora de elegir al futuro presidente de la Comisión -lo más parecido a un primer ministro europeo-, así como que se vote a «candidatos» (Juncker, por los populares; Schulz por los socialdemócratas; Verhofstadt por los liberal-demócratas; Bové y Keller por los verdes y Tsipras por la izquierda europea), son razones que han convertido estas elecciones en las más «genuinamente politizadas» y las que más poder darán a los eurodiputados a quienes se elija. Y esto, consideran los europeístas, son razones de peso para acudir a las urnas.

Un Europarlamento con más poderes que nunca pero con más eurodiputados contrarios al proyecto europeo que nunca ha hecho saltar las alarmas europeístas. El miedo a la globalización, a la competencia, a los inmigrantes, alimenta los populismos, la paralización institucional y la ausencia de soluciones a problemas reales -desde la inmigración hasta el desempleo- no ayuda. Las familias políticas que defienden (con sus diferencias) la idea europea deberían ser las primeras interesadas en alentar los debates sobre los asuntos que repercuten en los ciudadanos y explicar sus opciones, asegurando -«como si nos fuera el futuro en ello»- que en la campaña se debatan soluciones europeas a problemas europeos… Pero, desgraciadamente, no lo hacen.

Más allá de estos argumentos, muy importantes sin duda, pero coyunturales, está una doble pregunta más fundamental e inquietante: ¿qué Europa necesitamos y en qué Europa podemos confiar como ciudadanos?

Imagen de la campaña “Act, React, Impact” en el Parlamento Europeo en Estrasburgo. Por un lado, cabría movilizarse por la Europa de la llamada “Estrategia de Lisboa”, esa Europa ilusionante que se nos decía capaz de desarrollarse de forma sostenible, con más y mejores empleos y con mayor cohesión social; como un proyecto impregnado por valores e intereses comunes que, en tanto actor global, desempeñaría un papel importante en la sociedad internacional como factor de estabilidad, progreso y solidaridad. Pero por otro, lo que se percibe es una Europa famélica políticamente, sin intereses comunes más allá de un euro a mantener o la austeridad económica como receta universal, con un proyecto de progresiva unión política olvidado y en la que cada cual vela por sus intereses nacionales, al margen o en claro detrimento de los comunes.

Esa Europa real se identifica como contribuyente neto a un mundo desigual e injusto, en permanente déficit democrático en sus principales instituciones (aun a pesar de que el Parlamento haya adquirido capacidad co-decisoria en materia legislativa), con insuficiencias notorias del presupuesto público para paliar las desigualdades generadas por el mercado y para ayudar a los colectivos socialmente más desfavorecidos. Se ha ido perfilando así una fortaleza de opulencia y privilegios frente a la inmigración de la población empobrecida, que desatiende también a los más vulnerables de sus propios ciudadanos, acentuando los ya inquietantes desequilibrios interterritoriales internos. Hablamos, en definitiva, de una Europa del Bienestar en patente retirada.

Afectados por una crisis existencial que va más allá de la crisis económica en la que estamos sumidos, se impone la idea de que, más allá de la recuperación económica, a lo que estamos asistiendo es al triunfo en la UE del neoliberalismo (ideología sustentada en el capital, primordialmente financiero), mediante políticas que se presentan como las únicas posibles para poder “salvar al euro» y/o a la «economía» y/o a cualquier idea o concepto que se considere indispensable para mantener ese ideario neoliberal. Mientras la desigualdad entre los que poseen el capital y viven de sus rentas y los que viven de las rentas del trabajo no hace más que acrecentarse, cabe recordar en este punto que España tiene el dudoso honor de encabezar el ranking de desigualdad en toda la UE.

Los retos a los que se enfrenta la Unión Europea son muy grandes. Y todo ello mientras los medios de comunicación social –que debieran ayudar a crear una ciudadanía informada y activa- hacen dejación de su responsabilidad, claramente mediatizados por los mismos poderes económico-financieros interesados en la imposición de ese modelo neoliberal. En esa dejación se centran en promover esta enésima reencarnación del pensamiento único, actuando más como «persuasores» que como informadores y marginando y vetando voces discordantes. Vivimos hoy en democracias demasiado tentadas por el totalitarismo, con un control mediático que alcanza niveles casi dictatoriales, pues excluyen cada vez más sistemáticamente a voces críticas con el pensamiento dominante (en el pasado reciente tenemos demasiados ejemplos en nuestro propio país). Democracias de baja intensidad, cuyo «orden social» se reproduce no solo por diferentes tipos de represión (los altos niveles de paro tienen un enorme impacto disciplinario en los trabajadores… y en los desempleados), sin olvidar el enorme control de casi todos los sistemas de generación de valores (en especial los medios televisivos (de donde la mayor parte de la población obtiene todavía su percepción de la realidad) pero también la prensa diaria, asfixiada por la pérdida paulatina de lectores y anunciantes, lo que tiene también un fuerte impacto «disciplinario”).

Muy complejos son los retos a los que se enfrenta la UE, muchas ilusiones y confianza vamos dejando los ciudadanos europeos en el camino. Sin embargo, la construcción de Europa como un gran espacio inclusivo, de promoción del desarrollo humano integral, de la justicia social y de la paz de su ciudadanía, de referente mundial en la lucha contra el cambio climático y que contribuya a construir una autoridad pública democrática mundial que vele por los bienes comunes sigue siendo una tarea por la que merece la pena luchar, una meta tan deseada como necesaria.

Entonces: ¿qué Europa, qué Parlamento Europeo necesitamos? ¿Saldrá de la crisis una Europa fortalecida pero solidaria que se enfrente decidida a los grandes retos tanto internos como mundiales o una en la que el neoliberalismo se corone como vencedor absoluto? ¿Para qué queremos Europa? ¿Qué futuro y qué valores? ¿A quién debemos creer? Y, desde aquí, sí, seguir trabajando por «más Europa» o para negarla, ilusionarse o desencantarse, votar o no votar. Pero, ¿es éste el debate que se está produciendo?

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