En estos días, en Roma, un grupo cristiano liderado por monseñor Rafael Nogara (obispo emérito de Casserta), el padre Alex Zanotelli, misionario claretiano, diversos religiosos, religiosas y laicos, han firmado un documento de 1965 como si fuera nuevo y muy actual. Al hacer eso, la reunión de estos cristianos y cristianas –que tienen un compromiso con una nueva forma de ser Iglesia– se convirtió en noticia en los medios de comunicación y la opinión pública quiso saber mejor qué documento era ese que han republicado y firmado en medio de una celebración eucarística. Se trata del famoso “Pacto de las Catacumbas”, un compromiso firmado en noviembre de 1965 por más de 40 obispos católicos de todo el mundo, liderados por Don Hélder Câmara (de Brasil) y el cardinal Lercaro (de Bolonia, Italia). Ellos se reunieron en las catacumbas de Domitila, en Roma (de ahí el título del documento). Y allí los obispos asumieron el compromiso de renunciar a las riquezas y a símbolos del poder. Prometieron ser pobres y estar en comunión con las personas pobres del mundo, en una Iglesia más horizontal y sinodal, esto es, más democrática.
Desde 1978, en que Juan Pablo II se hizo papa, ese documento fue no solamente olvidado, sino que también considerado superado. Muchos obispos y curas estaban más interesados en volver a los gloriosos tiempos de la cristiandad y hacer una nueva evangelización en la cual ellos vieran a la Iglesia recuperar todo su poder y su prestigio. No podían prever la crisis de la curia romana, los escándalos del banco Vaticano y la elección de Francisco, que prefiere presentarse como obispo de Roma y proponer una Iglesia pobre y en comunión con los y las pobres. En este contexto, el Pacto de las Catacumbas ha sido recordado y actualizado.
En Brasil, después de la visita del papa en julio, tres obispos eméritos (Don José Maria Pires, Don Tomás Balduíno y Don Pedro Casaldáliga) escribieron una carta abierta a todos los obispos brasileños. En esa carta, firmada en 15 de agosto de 2013, proponen una actualización de la teología del Concilio Vaticano II sobre la colegialidad episcopal, sobre una Iglesia servidora y pobre y, principalmente, sobre el compromiso de la Iglesia en ser testigo del Reino de Dios, esto es, su proyecto de justicia y amor en un mundo renovado.
De hecho, en América Latina, la teología de la liberación nos ha enseñado que no basta una Iglesia pobre y con las personas pobres. Tiene que ser, sí, pobre y con los pobres, pero contra la pobreza injusta y para que las personas pobres no se empobrezcan más y se las explote más desde las estructuras inicuas de una sociedad excluyente. En sus orígenes, en la época del apóstol Pablo, el término “iglesias” (en griego: ekkesia) eran las asambleas de ciudadanos libres y con poder de decisión en las ciudades del mundo greco-romano. Al llamar “iglesias” a las comunidades de discípulos y discípulas de Jesús que él, Pablo, había fundado, hizo que gente pobre, hombres y mujeres, hasta esclavos, se asumieran como ciudadanos y ciudadanas del Reino de Dios y testigos de que ese reino va venir al mundo.
Por eso, es urgente que más cristianos y cristianas tengan conocimiento del Pacto de las Catacumbas para actualizarlo, completarlo y firmarlo como compromiso profético de hacer una Iglesia renovada y transformadora en un mundo nuevo posible.
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