En nuestra sociedad actual llama espectacularmente la atención el número de personas que viven aisladas. Algunas de ellas, abrumadas por la soledad, se hunden en la depresión, en el alcohol, en la droga, en el desequilibrio psíquico. Es, sin duda, doloroso sentir que la propia existencia puede ser una decepción para su entorno. Ante esta vivencia se protegen, se encierran, se defienden, a veces violentamente. Si es grande su debilidad no podrán hacer frente a la situación en soledad, su vida perderá sentido, su cerebro, su lenguaje, su afectividad, su desarrollo psicomotor, su sentido religioso, todo quedará afectado por esa especie de paralización interior. Esa herida de su corazón, aunque escondida, se manifestará en el miedo, en la falta de confianza en ellas mismas, en la tristeza, a veces en la violencia o en esa huida desconcertante de la realidad.
Para muchas de estas personas, la familia ha sido un ambiente de frustración y están hambrientas de un grupo, de una comunidad que ofrezca sentido a sus vidas y les permita vivir la experiencia de pertenecer realmente a algo. Para la persona discapacitada, la vivencia comunitaria, como espacio de acogida y de reconocimiento, puede ser ese centro, ese núcleo imprescindible que le posibilite la experiencia de su unificación interior, sin la cual su identidad personal será menos que posible. La comunidad, el grupo, serán ese espejo que les devuelva su propia imagen pero, reconocida, valorada, aceptada, unificada. A su vez, les permitirá vivir con las demás personas una relación gozosa y constructiva, tendrán la posibilidad de descubrir en dicha relación sus dones, su capacidad de dar vida y felicidad a los demás, indica Jean Vanier en Comunidad: lugar de fiesta y de perdón.
Nadie, pues, como los seres afectados por alguna discapacidad, tiene tanta necesidad de encontrar en la vivencia de la comunidad una mirada de comprensión, de bondad, de gozo, la experiencia confiada de sentirse queridos por sí mismos, por lo que sencillamente son. Nadie tiene tanta necesidad de una vivencia comunitaria que sea restauradora, reparadora, que les permita encontrar el gozo de ser, de existir, de compartir. Ahí, poco a poco, su sentimiento de desvalorización se irá transformando en gozosa valoración; su imagen negativa, en la vivencia positiva de sí mismos; su desgarro interior, en un sentimiento apacible de unidad y de aceptación. Juan Pablo II, en el jubileo de comunidades con personas minusválidas celebrado en Roma en 1984, nos lo recuerdó con claridad refiriéndose a la importancia de su vida afectiva: «La vida afectiva de las personas discapacitadas deberá recibir especial atención… Que puedan encontrar una comunidad llena de calor humano, donde su necesidad de amistad y de afecto sea respetada y satisfecha en conformidad con su inalienable dignidad moral…».
Hoy más que nunca nuestras comunidades cristianas ante los numerosos problemas de marginación en todas sus facetas, siguiendo el ejemplo tan novedoso de Jesús, deben sentirse urgidas por esta invitación tan desafiante de que la persona marginada, la débil, los últimos y las últimas, tienen un sitio privilegiado dentro de la comunidad y poseen un mensaje para la Iglesia y el mundo, son profetas originales que nos llaman a cambiar y a dejarnos transformar. Frente a los ansiados valores de la eficacia, del hiperactivismo, del poder de las ideas, ellos y ellas nos revelan el valor de la relación, la riqueza del corazón, el valor de la humildad y de la debilidad aceptada y acogida. Son profetas silenciosos pero su silencio es un grito, una llamada a la vivencia comunitaria, una invitación a la comunión y a vivir en la participación. Es el gran signo del Reino en todos los tiempos: «En esto conoceréis que sois discípulos míos, en que os améis unos a otros» (Jn. 13,35).
* Ignacio Segura Madico es el vicepresidente de FIDACA y CECO
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