Recientemente, Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz, visitó el Vaticano y fue recibido en audiencia por su amigo el papa Francisco. Esquivel puso en las manos del papa una copia del famoso “Pacto de las Catacumbas”, documento en el cual, durante el Concilio Vaticano II, cuarenta obispos, liderados por Dom Hélder Câmara, entonces arzobispo de Olinda y Recife en Brasil, se comprometían a vivir en la pobreza y en dar a la Iglesia el rostro de una Iglesia pobre y con las personas empobrecidas del mundo. Junto a ese documento, el papa recibió también una carta personal de don Pedro Casaldáliga, obispo emérito de São Félix do Araguaia, en el centro-oeste brasileño. Con sus 86 años y enfermo, Pedro pide a Francisco que sea el fiador de un diálogo sereno del Vaticano con la teología de la liberación. De hecho, sería un buen regalo para esa teología que acaba de cumplir 40 años de vida y hoy no es ya únicamente latinoamericana, sino que tiene teólogos y teólogas en todo el mundo. En Túnez, durante el Foro Social Mundial, tuvo lugar el 4º Foro Mundial de Teología y Liberación con teólogos y teólogas de todo el mundo. La Asociación Ecuménica de Teólogos y Teólogas del Tercer Mundo, de la cual soy secretario latinoamericano, tiene teólogos miembros en África, Asia, como también indios y negros norteamericanos.
Oficialmente, la teología de la liberación fue lanzada por el famoso libro de Gustavo Gutiérrez, diez años después de que empezara en Roma el concilio. Sin embargo, se puede decir que el concilio plantó las raíces y firmó las bases de la teología de la liberación. Si no fuera el concilio, difícilmente esa teología podría haber sido formulada. El concilio cambió la comprensión que la Iglesia tenía de sí misma. Enseñó que la Iglesia es signo y sacramento del Reino de Dios en el mundo (Cf. Constitución Lumen Gentium). Dice aún que los problemas de la humanidad deben afectar y comprometer a todos los hijos e hijas de la Iglesia (Cf. Constitución Gaudium et Spes). Ahora, todo el mundo sabe que en América Latina el problema social más profundo era y aún es lo que en la conferencia de Medellín (1968) los obispos latino-americanos denominaron “injusticia estructural”, realidad de desigualdad social y opresión, donde las pocas personas que, desde los primeros tiempos de la colonización, dominan a la inmensa mayoría de los pueblos utilizaban el nombre de Dios y hacían eso con el apoyo o, al menos, la indiferencia de la Iglesia. Al aplicar el concilio en el continente latinoamericano, la consecuencia normal fue la explicitación por parte de los cristianos y cristianas del compromiso de solidaridad en el camino de las personas oprimidas por su liberación. Eso se hizo tanto por amplios sectores de la Iglesia Católica como de Iglesias evangélicas, renovadas por el contacto con el Consejo Mundial de Iglesias.
Ahora, 40 años después, la teología de la liberación tiene nuevos retos y nuevas perspectivas. El rostro de las personas oprimidas ha cambiado mucho en esas décadas y actualmente es más urbana y aparentemente menos bella e idealizada. Las villas y favelas deterioradas de las grandes ciudades viven casi siempre amenazadas por el poder paralelo del narcotráfico, la influencia de los medios de comunicación alienantes y de las redes sociales en internet. También en las Iglesias, las teologías son más contextuales: teologías negras, teologías indias, teologías feministas, todas de la liberación, sin hablar de la ecoteología de la liberación y otras.
Aún hoy, la teología de la liberación insiste que los pueblos empobrecidos no necesitan ni quieren la piedad y la protección de los prelados de la Iglesia. Tienen derecho de ser protagonistas de su historia y piden apoyo y solidaridad a sus luchas colectivas y para un nuevo tipo de socialismo (en América Latina: socialismo bolivariano). Por otro lado, ese apoyo espiritual y teológico de las Iglesias no se da si aquellas no se convierten y no vuelven al camino que los obispos latinoamericanos indicaron en la conferencia de Medellín a finales de los años 60: “que se presente cada vez más nítido en Latinoamérica el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación” (Med 5, 15), una liberación que sea a la vez para todos los hombres y mujeres y para cada hombre y cada mujer.
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