Cuando le preguntabas cómo estaba, ella siempre decía “bien, nunca voy a estar mejor que hoy”.
Carola se bebía la vida a sorbos, despacio pero sin pausa, “se dejó comer” por todos aquellos que tuvimos la suerte de encontrarla en el camino hacia el Padre.
Mujer sencilla, siempre al lado de los pobres, de los débiles, de los niños, en definitiva junto a todos los que ella intuía que podían necesitar cariño, aliento, compañía o algo material que ella le encantaba repartir a manos llenas.
Vivió muchos años en el barrio de Aluche, donde dejó una huella imborrable, tanto en aquella guardería que hubo en la Parroquía de Santo Domingo de Guzmán, como en las comunidades de base junto a las que profundizó en esa fe de la que, sin hacer gala, transpiraba por cada poro de su piel.
Son muchas las personas que recibieron su ayuda y seguro que todas ellas guardan un profundo agradecimiento en su corazón.
Ella se sentía orgullosa de esa fe que traducía en acciones sencillas y a veces comprometidas, como colaboradora de Dios en la construcción del Reino, aquí y ahora.
Decía haber tenido mucha suerte porque la vida le había unido a un gran hombre, Julián, que le acompañó en sus luchas, y como fruto de ese amor nació Ignacio, un hombre honrado “a carta cabal”.
Sus últimos años los compartió en ese pedazo de cielo, llamado Residencia Los Almendros, cuyas hermanas cuidan primorosamente a los ancianos. Fue testigo de sus ganas de colaborar e hizo nuevos y entrañables amigos.
Su grupo de amigos, entre los que me encuentro, es numeroso, aunque para mí fue algo más que una amiga: fue mi catequista, mi compañera en la fe, de la que aprendí a mirar la vida desde los ojos de Dios. Me gustaba decir que era mi “madre espiritual” porque ella me dio a luz a Dios.
Gracias, Carola, te llevo en mi corazón y en mi recuerdo cuando miro la pequeña caja con dos galletas que me regalaste el último día que nos vimos, es el regalo más lindo, como todos los que tú me hiciste cuando caminábamos juntas. Hasta siempre Carolita.