La mañana del día en que escribo esta columna, a finales de enero, viajo yo en coche a una ciudad a unas dos horas de casa, a dar una conferencia en ella. Como suele ser habitual, estos viajes solitarios me dan para pensar en todas esas cosas que uno no hace en el apremiante día a día y una de ellas es el tema de esta escalera, pues los plazos empezaban a apretar y estaba cerca el día de su entrega.
Así las cosas, con la radio del coche encendida -nota para futuro artículo: la radio es eso que suena cuando haces otras cosas-, oí que la Comunidad de Madrid había hecho no se qué chanchullo contable por el que había pagado doblemente a una empresa de esas que ahora se encargan de gestionar nuestra sanidad. Y me dio por pensar en el pánico que empezaba a darme estar enfermo. No por el dolor o por el malestar físico, ni siquiera el miedo a una enfermedad complicada, con escasas posibilidades de curación y tratamientos largos, pesados, agotadores… Tampoco en el miedo a la muerte. No: mi miedo a enfermar venía (al menos esta vez) por el que podríamos llamar miedo burocrático, pereza administrativa, desasosiego económico. Ponerse en manos de empresarios en vez de en doctores va a suponer cada vez más que determinados criterios extramedicinales formen parte de los tratamientos.
Me vinieron a la cabeza dos casos cercanos: uno, cuando yo tenía responsabilidades sobre alumnos que se iban a estudiar a EEUU. Recuerdo que uno de ellos se rompió una pierna un viernes: acudió a un centro hospitalario de ese país y no le hicieron caso (llegando a estar más de 12 horas en un pasillo, sentado en una silla de ruedas) hasta que no mandamos un fax desde España con los datos del seguro medico y explicando que podíamos correr con los gastos. Para el otro no tuve más que desviar mi mirada a mi codo lesionado, operado en un hospital público, reoperado sin problemas dos años después en el mismo hospital por haberse movido alguno de los elementos metálicos que ahora componen mi esqueleto de esa pare del cuerpo…Y saber que en mi codo hay cerca de 9.000€ en material protésico que nadie dudó en “malgastar”.
Así estaban las cosas, en el viaje de vuelta, con mi mente que seguía espeluznada por la posibilidad de tener que contratar un seguro médico privado en un futuro no muy lejano, cuando el miedo a enfermar volvió a su origen etimológico al recibir una llamada de casa en la que me informaban de que uno de mis hijos había sufrido un pequeño percance…y que el destino final de mi viaje no iba a ser mi casa sino la sala de espera de las urgencias de un gran hospital público –La Paz. El niño llevaba casi una semana con gripe: fiebre, antibiótico, cansancio y cuando parecía estar mejor… se había caído redondo al suelo sin previo aviso. Nada mas llegar le hicieron subirse a las múltiples atracciones de ese Parque Temático de la Salud (rayos X del tórax, electro cardiograma, tensiómetro, medida de glucemia, pruebas de coordinación neurológica…) y, al final, los responsables del parque decidieron que había sido un mero “salto de los plomos” que le había apagado durante un momento por sobrecarga en la red…pero que nada preocupante. Mientras esperábamos entre atracción y atracción vi cómo en este gran hospital público atendieron sin gran problema (mas allá de algún vericueto administrativo que no me queda espacio para contar) a una niña china con un dedo seccionado, a un niño marroquí y a una niña brasileña…los tres sin tarjeta y, por lo tanto, en teoría, sin derecho a ser atendidos de manera gratuita.
Esa tarde reafirme mi miedo a enfermar. Después de ver una vez más la profesionalidad, la atención y la creatividad de unas personas que solo piensan en curar y calmar, mi terror a perder todo esto se acrecentó. Sobre todo cuando de vuelta a casa en la radio contaron no sé qué de unas constructoras, cuyos presidentes donaron dinero al Partido Popular (según la filtración publicada la mañana del jueves en El País) y que actualmente son concesionarias de cinco hospitales en la Comunidad de Madrid…
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