Eduardo D.E.P.

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La maldita suerte, esa que le llovía del cielo a tus nadies, ha hecho coincidir mi retraso en la entrega del original de esta escalera con tu muerte. Hoy, 13 de abril, tenía yo previsto escribir y entregar mi columna, apurando los plazos al límite, cuando la noticia de tu fallecimiento me ha llegado de sopetón. No niego que me ha solucionado la papeleta del folio en blanco, pero ¡maldita solución! Preferiría haber tenido que luchar con la inspiración y las volátiles y escurridizas musas que haber tenido que escribir lo que hoy escribo.

De toda tu prolífica, mordaz e inspiradora obra, que a muchas personas nos ha inspirado y nos sigue inspirando para seguir tus pasos camino de la utopía, de esa utopía que estaba en el horizonte y decías que nos ayudaba a caminar, quiero destacar en esta página tan solo una: “El derecho al delirio”. Aunque no podemos adivinar el tiempo que será, sí que tenemos al menos el derecho de imaginarlo. El derecho y la ilusión que nos transmitías para dejarnos soñar mundos mejores, más limpios, inclusivos, justos, alegres… nos sirve de inspiración para esta columna, como ha sido inspiración de tu vida y de la de muchas otras personas.

Nos pedías ahí que adivináramos otros mundos posibles en los cuales el aire estaría limpio y en las calles, los automóviles serán aplastados por los perros; la gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor; el televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia. En ello estamos y te prometo que seguiremos soñando, delirando y trabajando por ello, porque el televisor no se apaga solo ni el aire se limpia sin que dejemos de ensuciarlo. Y de eso de que no seamos comprados por el supermercado… ¡qué contarte! Que cada vez somos más los que no dejamos que esta sociedad de consumo nos corrompa y nos atraiga con sus malas artes gracias a ese tu delirio. No somos perfectos, no somos puros, pero intentamos, de verdad, consumir para vivir y no vivir para consumir. Los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas.

La solemnidad se dejará de creer que es una virtud, y nadie tomará en serio a nadie que no sea capaz de tomarse el pelo; la muerte y el dinero perderán sus mágicos poderes, y ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso caballero; nadie será considerado héroe ni tonto por hacer lo que cree justo en lugar de hacer lo que más le conviene. ¡Sí señor! Esto no tiene más comentario que el reconocer que está en nuestras manos (y que un buen primer paso se dará el próximo 24 de mayo, en las urnas).

Ahora, sin embargo, viene lo difícil, lo que todavía no hemos conseguido ni se si sabemos siquiera cómo ponernos a ello. La tarea que pedías es complicada y, aunque hay atisbos de por dónde ir, también hay fuerzas muy poderosas que lo impiden. El mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra; la comida no será una mercancía, ni la comunicación un negocio, porque la comida y la comunicación son derechos humanos; nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión; los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle; los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos; la educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla; la policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla; la justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda. Trabajaremos, soñaremos y trataremos de alcanzar estos delirios, pero te repito que no nos lo has puesto fácil.

Nos queda tu recuerdo en tus libros y tus letras. Y a partir de ahora haremos (haré) nuestro (mío) eso con lo que despedías este derecho al delirio (del que, por cierto, solo he contado la mitad). A partir de hoy te prometo que en este mundo chambón y jodido, cada noche será vivida como si fuera la última y cada día como si fuera el primero. Adiós, Eduardo (Galeano.) ¡Que la tierra te sea leve!

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