Lo reconozco: me he enganchado. Como muchos de vosotros (no lo neguéis, que lo sé de buena tinta). A menudo me encuentro con algún que otro lector de este periódico en estos menesteres. Desde hace unos meses, ¿o más de un año ya? aprovecho la pausa de la comida para relajarme y jugar en el ordenador. Hay unos juegos en la red Facebook que parecen tontos, simples, ingenuos, pero que encierran tras de sí un complejo mundo de valores y sentimientos, de posibilidades sobre las que me gustaría compartir y reflexionar en esta última columna del curso.
Empecé jugando a una granja. Te dan un trozo de tierra, unas monedas, unas semillas y un catalogo de edificios, utensilios, etc. que van ampliándose según subes de nivel. Siembras coliflores, calabazas, tomates, construyes almacenes y casas, tienes cerdos y vacas y si lo haces muy bien incluso consigues un tractor o un avión que acelera los cultivos. Tienes que conseguir vecinos, visitarles, echar una mano en su granja sin mayor recompensa que aumentar tu reputación y esperar que ellos vengan a hacer lo mismo en la tuya. Luego me convertí en un pionero del oeste americano, luchando contra la naturaleza salvaje -osos, serpientes e indios malvados- y ahora juego a ser el alcalde de una ciudad, a la que he puesto por nombre “Utopía y Libertad”. La dinámica de todos los juegos es la misma.
Para la gran mayoría de los que entran a jugar el objetivo es altamente competitivo y así lo fomentan a veces desde los animadores de la empresa que crea estos juegos: te proponen misiones que aumentan rápidamente tu saldo en monedas, ser la granja más bonita y concursar, comprar cuantos más cachivaches mejor… No es sino reflejo de la sociedad en la que vivimos. De hecho, los vecinos que te visitan y te regalan cosas lo hacen porque saben y esperan que luego tú harás lo mismo con ellos.
Y, sin embargo, estos juegos pueden ser usados con objetivos distintos. Primero para educar en la cooperación, pues necesitas de los otros y los otros necesitan de ti para que el juego se lleve a cabo. Gratis y sin esperar recompensa. Yo, que a veces juego con Martín y Miguel en las rodillas, en esos casos lo primero que les pregunto es “¿a quién ayudamos hoy?”, “¿vamos a ver quién vino a visitarnos?”. Lo importante no es tener tu granja productiva, tu ciudad activa, sino relacionarte con otros que tienen un objetivo común. Y ayudarles a llevarlo a cabo.
En segundo lugar puedes tratar de sensibilizar y construir modelos alternativos. Una de las primeras cosas que te encontrabas en mi granja, nada más entrar, era un cartel que ponía “Espacio libre de transgénicos”. No es que el juego lo permitiera, ellos no te proporcionaban semillas ecológicas ni nada de eso, pero yo puse ese cartel y alguno de los que me visitaba me preguntaba “¿Y esto?”, lo que me daba pie a comentar, explicar, mandar información y links y hacer de un inocente juego comercial un elemento de concienciación y sensibilización. Con los transgénicos, con el comercio justo, con lo que uno quiera.
Y en tercer lugar, permite una reflexión y un experimento sobre los modelos de crecimiento/decrecimiento. Estos juegos te piden que crezcas, que aumentes capacidad, habitantes, niveles, monedas. Sustituye casas unifamiliares con jardín por edificios de pisos en altura (más habitantes, más rentas que cobrar); cómprate un avión que con una pasada de vuelo rasante consigue hacer florecer tus cultivos en apenas cinco minutos; eso sí, con un coste en carburante altísimo; expande hasta el infinito los limites de tu juego. No están pensados para experimentos como los míos, que no buscan crecer sino si soy capaz de crear un modelo de ciudad sostenible, sin ritmos acelerados y comercios inútiles. Tuve un tractor, una cosechadora y uno de esos aviones… y los vendí cuando me di cuenta que me llevaban a jugar a un modelo que, en el mundo de ahí fuera, en el real, no me gusta y que trabajo por que no sea así. Estaba reproduciendo en mi juego el modelo de crecimiento desaforado y descontrolado de la sociedad actual.
Pero quizá le estoy dando demasiadas vueltas a lo que es un simple e inocente pasatiempos. ¡En fin! ¡Feliz verano!
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