Estos días nos invitan a celebrar aquello que el cristianismo ha predicado desde sus comienzos y es algo insólito: un galileo de hace más de 2000 años, Jesús de Nazaret, volvió de la muerte a la vida. No a su vida anterior sino a una vida nueva, plena y definitiva.
La tradición cristiana afirma que ese destino le correspondió como “primogénito de toda criatura” y que su destino es también el nuestro. Esa es, pues, su oferta a toda la humanidad: frente a lo limitado, lo absurdo, lo contradictorio de cualquier proyecto, frente a lo negativo del destino del ser humano nos espera un futuro luminoso y definitivo.
Las víctimas, los desahuciados de este mundo verán un día que el Reino de Dios que anunciaba Jesús es para ellos. Y también para nosotros, los que hayamos procurado estar a su lado y sufrir y gozar a su lado.
La muerte no tiene la última palabra en nuestras vidas y, por tanto, tampoco la tiene en tantos proyectos de renovación y de mejora para la humanidad. Un nuevo comienzo es siempre posible. Ese es el horizonte de esperanza en que nos sitúa la vida y muerte de Jesús que conmemoramos en estos días. Una esperanza que hay que vivir, a veces trabajosamente, en lo cotidiano frente al fatalismo, al dolor o al sin sentido.
El tiempo de Pascua nos invita a renovar esta esperanza y a procurar que se manifieste en nuestra vida, en nuestra carne.
San Pablo dice que, si esto no es así, somos los más desgraciados de los hombres y de las mujeres. Pero es así.
¡Feliz tiempo de Pascua!
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