Reír eternamente

A comienzos del verano se nos fue un hermano. Era un hombre delgado, de rostro bondadoso, ojos brillantes y trato afable, profundamente espiritual. Se llamaba José María y fue a morir –como si fuera una humorada más de las suyas- casi en el día de su homónimo elevado a los altares (San Josemaría, todo junto). Se apellidaba Díez-Alegría y siempre hizo honor a su jubiloso nombre. Dedicó su larga vida a buscar una Iglesia “en la que quepamos todos, en esperanza y con humor” y al final resumió así su esfuerzo: “He intentado ser siempre libre y reírme de mí mismo”. Hubiera cumplido 100 años en 2011, pero se marchó antes, burlándose de los récords, de los hitos de la longevidad tan caros a los amantes de las efemérides.

El padre Díez-Alegría –es de sobra conocido- fue muchas cosas. Pero, sobre todo, fue un cristiano coherente con su fe y con su conciencia. Cuando tuvo que elegir entre su brillante carrera eclesiástica y su fidelidad al Evangelio, no dudó. No podía dudar. Le costó la reprobación jerárquica y la expulsión de su casa. Lo aceptó. José María, aunque enjuto, tenía anchas las espaldas. Y el ánimo, que descansaba con total despreocupación en Jesús de Nazaret, más ancho todavía.
Buscó –y encontró- nuevos y apropiados modos de vivir la Iglesia entre los pobres. Se atrevió a abrir caminos, corriendo el riesgo de equivocarse –incluso equivocándose-, de ser mal interpretado y, por supuesto, de escandalizar. Dios sabe que nunca le movió el afán de novedad ni la búsqueda de prestigio personal. La merecida autoridad que alcanzó entre los muchos que le queríamos y admirábamos no se debía a sus cargos –que apenas tuvo- ni a su sabiduría –que sí tenía, y mucha-, sino a su manera de estar en el mundo y de actuar como un hombre creyente. Su fe libre, viva, madura y –huelga decirlo- jovial sigue siendo un claro ejemplo de cómo hay que ser cristiano en este siglo XXI.

Así que éste es un texto de recuerdo y homenaje al amigo que ya no está con nosotros, pero no es un texto triste. José María no está enterrado. Está encielado. No se ha ido. Ha llegado. No pedimos para él, como dicen los Requiem, el reposo eterno. Sabemos que está gozando de su Dios Padre y Madre a pleno corazón y a tiempo completo, con una alegría que nada puede empañar, con el alborozo de una fiesta sin fin. José María está haciendo ya lo que más le gustaba: reír por toda la eternidad.

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