HE VISTO los desastres del sur de Pakistán;
los desbordamientos arrasadores del río Indo;
campos y cosechas destrozados,
miles y miles de personas afectadas, arrojadas de sus casas, aldeas y trabajos;
muertos unos, famélicos y a merced de las epidemias, otros…
He visto -porque en nuestra época todo se compra y se vende-,
he visto y he comprado, a cambio de cruentas heridas en mi corazón,
he visto y he comprado esos reportajes espeluznantes de televisión,
a los que tengo que agradecer estar aquí y ahora viviendo y muriendo
con los que allí viven y mueren; con cuantos, al sur de Pakistán,
bajo el arrojo desbordado del río Indo,
luchan y sufren -porque aman la vida- para sobrevivir.
He visto a soldados y voluntarios de diversas ONG,
exponerse y arriesgarse por contener las iras de las aguas,
por acompañar y paliar, en la medida de precarias posibilidades,
el llanto de los niños que pide una explicación,
el dolor de las madres que no puede ser consolado con nada,
y el arrasamiento de las tierras que tardará en recuperar su ritmo de producción alimentaria.
He visto (¿o, he creído ver?) por la fe, cómo Dios estaba en el río Indo, desbordándose;
estaba en las aldeas y casas devastadas; estaba en los cadáveres flotantes o sumergidos en las aguas sin piedad;
estaba en la desesperación de los que carecen de medios imprescindibles para hacer frente a sus males;
estaba en los medios de comunicación que acercaban al mundo entero la llamada a la solidaridad;
estaba, lo he visto y lo confieso, en todos cuantos podían hacer algo,
algo, por pequeño que fuere, y no dejaban de hacerlo.
¿Era Dios quién estaba? ¡Estaba! ¡Ciertamente estaba!
Pero no basta… ¡Pero no basta! ¡¡Pero no basta!!
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