Óscar y Fidel

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Óscar y Fidel se casan. Aparentemente lo único reseñable sería que se trata de un matrimonio –civil- entre dos hombres, aunque por suerte no es algo tan extraño ya. Aunque sí lo sea allá donde esta vez sucede, en México.

“¿Te imaginas que cumples 50 años y empiezas a tener los sentimientos de cuando tenías 17?” me preguntó Óscar en una ocasión, hace más de cinco años. Y yo, que no llego a los cuarenta –y entonces apenas rebasaba los treinta– no podía entenderle, claro, pero la fuerza de esa expresión y de ese sentimiento en alguien de su edad y su trayectoria, me impresionó y me emocionó.

Porque la historia era larga y difícil. Óscar se iba a casar con una española de familia noble y muy conocida allá por los años setenta; ya tenía fecha para esa boda, pero empezó a darse cuenta de que “algo realmente había dejado de funcionar”. Fue a esa edad tardía que descubrió su propia homosexualidad y regresó a América Latina, dejando atrás la vida fácil que habría podido tener viviendo en un lujoso ático en España, y triunfando en el mundo de las finanzas con su ya brillante carrera como economista. Y enfrentándose a la verdad de su propia vida.

Asumió entonces lo que estaba pasando y se marchó. Y volvió a empezar en la vida de vuelta a casa, dispuesto a enfrentarse a lo que le deparase esa nueva vida. Trabajó, estudió, escribió libros y se dedicó a la economía y a un activismo social comprometido, desde una perspectiva intelectual pero también popular en diferentes países de América Latina. Y junto a ese activismo social empezó también con otro activismo, el de la diversidad, visibilizando la realidad homosexual en sociedades muy cerradas y asumiendo por ello el alto coste de la marginación en numerosos sectores de esa sociedad mestiza tan rígida y convencional que, bajo una apariencia de modernidad, puebla las clases medias y altas de América Latina todavía hoy.

Conoció en los treinta a Fidel, se enamoraron y cuando todo iba para perfecto, la historia se truncó. Pasaron quince años, y fue al poco de cumplir los cincuenta cuando un mensaje perdido en una portería de una ciudad de otro continente en que una vez vivieron juntos llegó a su destino: “No sé dónde estás ni qué pasó estos quince años, pero te estoy esperando”. Y podría decirse que eso fue todo, o eso ha sido lo más importante: la permanencia de los sentimientos, la capacidad para volver a empezar, y la apertura a recuperar el tiempo perdido, o a disfrutar el tiempo que siempre nos queda.

Tras todo ese tiempo ya nunca habría más separaciones y, pese a las dificultades en sus sociedades y en sus países, las incomprensiones y las críticas, han seguido adelante. Al recibir su mensaje de invitación al matrimonio civil tuve el sentimiento íntimo de que algo muy bueno estaba a punto de ocurrir y, encima, le iba a ocurrir a un amigo que se pasó toda la vida luchando con un irrefrenable sentido de la justicia, pero también con un incontenible romanticismo.

Un viejo amigo, Óscar, se casa por fin, ya más cerca de los sesenta, con el hombre de quien se enamoró hace décadas. Da gusto poder contar a veces historias como ésta.

Se casan, aunque podría parecer que ya no hacía ni falta, y es un momento muy especial para ellos, para sus amigos, y una metáfora de un mundo donde también pasan muchas –por miles- cosas buenas cada día.

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