El escenario de crisis económica global a que se ha enfrentado el mundo en 2008 y 2009 pareció anunciar durante algún tiempo unas transformaciones profundas en la lógica de la economía. Los presidentes de EEUU, Obama, o de Brasil, Lula Da Silva, hablaron al comienzo de esta crisis global, hace un año de la necesidad de pasar de la economía especulativa a una economía productiva, que satisficiera las necesidades de la población mundial. Ese salto implicaba recuperar la cordura en un sistema económico desbocado, que había dado lugar a lo que algunos han llamado capitalismo de casino.
Esas llamadas se vieron reforzadas por la idea de reequilibrar el poder mundial desde los países más ricos hacia el resto del planeta. En ese trayecto, un nuevo grupo de países, desconocido hace un año, el grupo de los veinte (G-20) ha pasado a liderar la respuesta global a la crisis. En ese grupo, además de los países más ricos -reunidos en el grupo de los ocho: EEUU, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Canadá y Rusia- están también las potencias económicas del mundo en desarrollo, como India, China, Brasil, México, Sudáfrica o Arabia Saudí. Sin duda ese G-20 es mejor que un club de viejos ricos como era el G-8, pero el criterio para sumar países a la mesa no ha sido el de la democratización sino el de reflejar la nueva dimensión de estas economías.
Frente a ello las aspiraciones legítimas de una representación equilibrada a través de las Naciones Unidas -lo que algunos llaman el G-192, por agrupar a todos los países- ha quedado postergada. La respuesta a la crisis ha sido orquestada desde el G-20, y canalizada principalmente a través del Fondo Monetario Internacional. La última vez que el FMI se encargó de los problemas de los países pobres el resultado fue nefasto, eso no lo podemos obviar, y por más cambios que la institución defienda estar asumiendo, las sospechas de poca eficacia y escasa atención a las dimensiones sociales del desarrollo siguen estando presentes.
En la reciente asamblea del FMI y el Banco Mundial en Estambul se ha constatado que esos organismos ofrecen ayuda financiera con mucha mayor flexibilidad que en el pasado, lo que supone un avance considerable. Pero no podemos hablar de un cambio de esquema. Y a ciencia cierta no podemos afirmar que se hayan puesto en marcha medidas para favorecer la producción frente a la especulación. Una de esas medidas es un impuesto sobre las transacciones financieras –la vieja idea de Tobin actualizada- que grave el movimiento de capital con un pequeño porcentaje para castigar al dinero que se mueve 100 veces al día con el pago de 100 veces un 0,01%, por ejemplo. El dinero generado debiera destinarse a la lucha contra la pobreza (y se calcula en al menos 30.000 millones de dólares, una cuarta parte de la ayuda global).
Esta idea se ha abierto paso por fin entre las principales potencias, desde su objetivo de que los bancos paguen una parte de todo lo que han recibido de los ciudadanos de a pie con los rescates públicos (se calculan más de 18 billones de dólares¡!). Otro cambio en marcha es la lucha contra la evasión fiscal: cada año los países pobres pierden tres veces más dinero de los impuestos no pagados o eludidos por personas y compañías transnacionales, del que reciben como ayuda. Y para todo ello son esenciales los paraísos fiscales, que reciben el dinero y no hacen preguntas ni colaboran con la justicia.
La crisis nos ha permitido recuperar estas propuestas y hacerlas parte de la agenda. Pero por ahora no ha habido grandes reformas, seamos sinceros. El FMI y el Banco Mundial han modificado su poder de voto a favor del mundo en desarrollo en menos de un 5%, y esas medidas transformadoras tan sólo comienzan a discutirse.
El poder de los nuevos países ricos es cada vez más tangible –Brasil ha pasado a ser donante y no receptor en el Banco Mundial, como hiciera España en los primeros ochenta- pero su influencia en la agenda es todavía insuficiente, y los cambios pendientes son muchos. Eso sí, esos nuevos potenciales aliados para el cambio todavía deben demostrar que cuando tienen el poder se comportan de manera diferente, y unas instituciones financieras fortalecidas por el nuevo dinero pero conscientes de sus fracasos pasados deben cambiar profundamente. Los retos están servidos y la lucha debe continuar.