En cierto modo, era un rito navideño. Al llegar a casa de mis padres, husmeaba entre sus felicitaciones de Navidad. La mayoría, de bancos e instituciones varias, con mensajes genéricos en letra impresa. Unas pocas, de antiguos alumnos. Una o dos de viejos amigos. Y, entre todas, siempre destacaba la suya. No recuerdo si venían acompañadas de postal o no. Sólo recuerdo la hoja con su poema. Cada año distinto, pero cada año igual: impregnado de su enorme sensibilidad, de compromiso, de dulzura y de empatía con los más débiles. Recuerdo especialmente sus “nanas de la patera”, recordando que, si Dios naciera hoy, no lo haría en un pesebre, sino en cualquiera de los frágiles cayucos donde, todavía hoy, se siguen dejando la vida hermanos africanos que luchan por un sueño imposible.
Así era Alfonso. Comprometido hasta la médula. Siempre pendiente de todo y de todos. Siempre con una palabra amable, alegre y reconfortante. Por eso, el día de su funeral, nos hacía doblemente falta. Porque siempre era él quien nos animaba a todos, quien ponía la nota de humor, el que decía las palabras más hermosas sin que se le quebrara la voz. Mi prima Carmen me recordaba el día en que murió su padre y él le decía al oído cuando se quedaba ensimismada mirando el féretro: “Pero, ¿por qué te empeñas en mirar ahí? ¡Ese no es él! ¡Ya no está ahí! ¡Está aquí, contigo!”.
Algunos tal vez le conocíais, porque era un fiel lector de alandar y un viejo compañero de peleas de algunos de los que compartís este proyecto entrañable. Cada vez que hablábamos me comentaba alguna de mis columnas, en especial aquella en la que os hablaba de mi hermano Nico, al que él cariñosamente llamaba “nuestro niño”.
Alfonso tuvo una vida emocionante (como nos pasa a menudo, ahora me arrepiento de no haberle interrogado más al respecto). Su compromiso con los pobres y las causas perdidas le llevó como misionero a pasar una temporadita en una cárcel mozambiqueña. El destino quiso que acabase enamorándose de la hermana de su compañero de celda (mi tío Martín) y poco después abandonó el sacerdocio para pasar a formar parte de nuestra familia. No sé cómo vivió este proceso, supongo que en aquel momento la reacción de las instituciones eclesiásticas no era precisamente amable para quienes daban ese paso, pero puedo decir que pocas personas conozco que vivieran y transmitieran con más intensidad su fe, sin necesidad de volver a ponerse la casulla.
El hecho de casarse y tener un hijo no significó ni mucho menos el apaciguamiento de su activismo, antes al contrario. En los últimos tiempos le había perdido la cuenta a sus militancias varias: en las cárceles, con enfermos de SIDA, con inmigrantes… siempre al lado de los más desfavorecidos, siempre buscando a Dios en todos ellos.
Ahora que tanto hablamos de la ausencia de líderes, de la falta de valores y del egoísmo generalizado, la vida de Alfonso nos recuerda que aún hay esperanza. Que es posible que cada uno de nosotros, desde nuestro lugar y nuestras oportunidades, hagamos de este mundo un lugar un poco mejor.
No sé si te daría tiempo a dejar escritas ya tus nanas para esta Navidad que se aproxima. Tu corazón se paró subiendo unas escaleras cuando ibas a participar en la enésima reunión de alguno de tus voluntariados. No seré capaz de escribirlas por ti, así que aprovecho este pequeño rincón para rendirte mi humilde homenaje. Cada vez que me veías me recordabas que una vez, siendo muy pequeña, te había preguntado si Madrid existía antes de nacer yo. Pues bien Alfonso, lo que es seguro es que Madrid -y el mundo- son un lugar mejor después de vivir tú.
Descansa en paz, nunca te olvidaremos.