La vida en la cárcel de Navalcarnero

Cuando nunca hemos visitado una cárcel o sólo sabemos de ella por lo que aparece en los medios de comunicación (que, dicho sea de paso, únicamente se encargan de los casos mediáticos y más morbosos), podemos hacernos una imagen falsa y bastante negativa de lo que es una cárcel. Por eso sería bueno que pudiéramos conocerla en alguna ocasión, puesto que estamos dentro del año de la misericordia. Nuestro hermano el papa Francisco, en una de las obras de misericordia dice “visitar al que está preso” y hacer nuestro el texto de Mt 25, 35 donde dice “Venid, benditos de mi Padre… porque estuve en la cárcel y vinisteis a verme…”.

La cárcel es, desde mi experiencia, un lugar especial de humanidad y Evangelio. Un lugar perfectamente normal donde cada una de las personas que está allí hace lo que todos hacemos en la calle: intentar vivir dignamente, felices. Eso sí, privados de algo tan genuinamente humano, que Dios nos ha dado a todos: la libertad. Es un lugar de humanidad porque enseña la debilidad, el sufrimiento y la pobreza que todos los seres humanos tenemos y, desde ahí, es un lugar también de Evangelio, donde intentamos llevar un trocito de Reino y de Buena noticia en cada encuentro y en cada una de las actividades que tenemos con los muchachos que allí “viven o intentan vivir”.

La cárcel, un lugar para evangelizar

La vida en la cárcel comienza a las ocho de la mañana, cuando el funcionario va por los “chabolos” (las celdas de los chavales) llamando a los muchachos a través de un pequeño ventanuco (las puertas son de hierro, con un cerrojo grande, como de castillo antiguo) y a las 8:30 pasa de nuevo abriéndoles la puerta para el “primer recuento de la mañana”. Después bajan al comedor para desayunar y a las nueve comienzan las distintas actividades, de escuela, talleres o  grupos; quien no tiene ninguna actividad se queda en el patio jugando a las cartas, al parchís, al dominó, viendo la tele en la sala común o paseando por el patio. A las once termina el primer turno de la escuela y los que están en ese turno deben volver desde la zona “sociocultural” de nuevo al módulo; a las 11:30 comienza el nuevo turno de escuela, hasta la una del mediodía. A esa hora es la comida y, hacia las 13:30 suben de nuevo al “chabolo”, para la siesta, hasta las 16:30, donde de nuevo bajan al patio del módulo y comienza la larga tarde. Larga porque ya apenas hay actividades, solo las deportivas, pero el resto pasa la tarde en el patio del módulo haciendo “lo que puede”. Antes de la cena, a las ocho es el segundo recuento y luego la cena. A las 20:45 suben de nuevo al “chabolo” hasta el día siguiente; al rato pasa echando las llaves el funcionario -en un primer momento- y en un segundo momento “el cerrojo de castillo”, que cuando va sonando muchos chavales me dicen “ese ruido se te clava dentro como un gran cuchillo, porque sabes que ya hasta el día siguiente no podrás salir de aquel pequeño espacio, que a menudo agobia, sobre todo en el verano, donde el calor es asfixiante”. Esta es la vida ordinaria de un día normal, excepto el domingo, que no hay ninguna actividad (con la crisis redujeron el número de funcionarios) en la sociocultural.

Pero la vida es mucho más que el horario de cada día, aunque este y la rutina se apoderan siempre de los muchachos. La vida es una lucha diaria por hacer que la cárcel no “te coma”, que no rompa y desestructure más tu vida, que no te aparte totalmente de la familia, ni te haga caer en la desidia más absoluta y poder seguir sintiendo y pensando que eres una persona con toda la dignidad del mundo, intentando experimentar que por encima de todo Dios, nuestro Padre-Madre, está con nosotros, no nos juzga, nos perdona, nos quiere y nos invita a cambiar.

La vida en la cárcel supone una apuesta por “seguir sintiéndose persona cada día”. Supone llorar, reír, disfrutar y seguir haciendo proyectos. ¿No es esto lo que Jesús de Nazaret anunciaba? ¿No es el Reino al que Jesús se refería? Por eso visitar a los muchachos, estar con ellos, no es ni más ni menos que llevarles la esperanza y el cariño de ese Reino que Dios quiere para todos, ese Reino que, de manera sencilla y con muchas dificultades, intentamos construir a pesar de todo en aquel lugar de sufrimiento y de deshumanización. Es descubrir que somos importantes y que, “a pesar de ser unos pobres pecadores”, como el mismo  Pedro reconoce delante de Jesús, Dios cuenta con todos nosotros para poder transformar día a día aquel lugar en una “casa más humana”.

A la vez, también nosotros, los que vamos por allí, sentimos que también la cárcel nos humaniza, nos hace más evangélicos y, sobre todo, nos hace descubrir que Dios no abandona, que Él es el único importante, que nosotros somos sólo los vehículos de mediación de su amor y cariño a cada uno de los chavales que allí están y, por supuesto, que ese amor también revierte a su vez en cada uno de nosotros, por el amor que ellos también nos tienen. Por eso, los voluntarios y voluntarias de la cárcel nos sentimos “Benditos del Padre Dios”, porque Él cuenta cada día con nosotros y nos envía, por la fuerza del Espíritu “a proclamar la libertad a los cautivos” (Lc 4, 14).

Autoría

1 comentario en «La vida en la cárcel de Navalcarnero»

  1. Es lo sumamente importante está labor que realiza, mi sincero interés y respeto que Dios en su infinita bondad los ilumine,bendiga y proteja.Un saludo deseo ser voluntaria para visitar a los centros penitenciarios, como Navalcarnero de Madrid y los que haga falta.

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