Cuando uno va cumpliendo años, felizmente, reflexiona y cae en la cuenta de que hay experiencias que aunque te sobrevienen por azar, acaban marcándote y formando parte del acervo de vivencias y trayectorias que contribuyen a forjar a los seres humanos en los que nos convertimos. Hoy celebro pertenecer a la familia de los hijos de Unciti (o los Unciti boy’s), ya que fue una verdadera escuela de periodistas que han culminado unas brillantes carreras profesionales.

Fue la casualidad la que hizo posible que, tras la matrícula de la Licenciatura en Periodismo de la UCM, hace 28 años, al buscar un lugar dónde poder vivir, mi madre encontrara un cartel que anunciaba una residencia llamada Azorín, con unas 18 plazas, en una de las zonas residenciales más conocidas del norte de Madrid, en el metro Pío XII, cerca del Jumbo, (supermercado muy conocido entonces, propiedad del grupo Pan de Azúcar) y de la Nunciatura Apostólica. Costaba unas 45.000 pesetas de la época al mes (mientras que Colegio Mayor público estaba ya por las 80.000). Había conseguido que me reservaran una plaza en el Colegio Mayor San Agustín, en el que era imposible ingresar hasta noviembre, por lo que tenía que encontrar algo desde el comienzo del curso y que tuviera la aceptación materna.
El anuncio de Azorín tenía un subtítulo que ayudó a superar cualquier duda de los progenitores: miembro de la Unión Católica Internacional de Prensa. Tras una madrugadora llamada al número que aparecía, una voz jovial y provocadora fijó el encuentro ese mismo día a las 14:00 con el director, en Rosa Jardón, 4. Había una plaza en una habitación compartida y el requisito indispensable era dar un “paseo”, alrededor de la casa, con el cura que la gestionaba.
Al llegar, de pie, un hombre muy sonriente, con gafas, estaba leyendo el ABC doblado a modo de cuaderno. El chalé era impresionante, de 3 plantas, blanco ajado, con una gran enredadera verde, rojiza y marrón con un amplio jardín propio del Romanticismo, con un descuidado cuidado.
Unciti defendió el dialogo intercultural, el libre intercambio de las ideas y del pensamiento y la libertad de conciencia e intelectual.
Manolo, que así se presentó, me recibió con un fuerte abrazo -cosa muy chocante para un adusto leonés- al que sumó la bienvenida: “¿Cómo estás majo?”.
Una de las cosas que llamaban más la atención de Manolo era lo afable que resultaba con gente desconocida. Lo acogedor que se mostraba y lo franco y directo que resultaba, totalmente natural, sin imposturas. Con tacos incluidos. El paseo que sirvió como prueba de ingreso consistió en explicarme las reglas para poder convivir allí. Y todas iban en esa dirección, en lo importante de convivir. Cenar siempre juntos a las 22:00, ya que en las comidas no coincidíamos por los horarios que cada cual elegía en sus turnos de clases. Tomar algo tras la colación, refrescos, dulces, o incluso, una vez por semana, jugar una “pachanga” en la pista al final de la calle. No se podía ver la tele, salvo los fines de semana. Cada persona debía mantener limpia su habitación y libre de “visiteos” en hora de estudio. Las zonas comunes se limpiaban por el grupo los sábados por la mañana, incluida la jardinería y los baños. Habría una celebración de la Eucaristía en el salón cada domingo a las 13.00, a la que debíamos procurar asistir. Y, como colofón, todos los residentes nuevos debíamos matricularnos de una segunda carrera, tras acabar primero de Periodismo, para simultanear estudios y complementar la formación (era irrenunciable). Así lo hice en Derecho por la UNED.
Lo que hace Juan Cantavella, profesor y periodista, autor de esta biografía llena de referencias vivénciales e históricas, es documentar con sumo rigor aspectos de todas las vidas de los que hemos pasado por esos 40 años de Residencia. Y en el centro, el protagonista es Unciti, lo actual de su legado y su visión pública y privada sobre momentos únicos de nuestra Historia. Los estertores del dictador y la actividad de la oposición franquista, la difícil transición hacia una incipiente democracia, la apertura (o resistencia) de la Iglesia española, al mandato del Vaticano II, el terrorismo que infligió ETA en todo el territorio, sobre todo en la década de los 80…
La vibrante actualidad lo inundaba todo y los residentes, como queda recogido en el libro ‘Manuel de Unciti. Misionero y Periodista’ (Editorial San Pablo), eran testigos de los protagonistas de la historia de España. La casa era un foco de debate, desde Ruiz Jiménez, Gregorio Peces Barba, monseñor Alberto Iniesta o el obispo de Sigüenza-Guadalajara, monseñor Sánchez, Luis Ángel de la Viuda, María Antonia Iglesias (jefa de informativos de TVE)… decenas de personalidades que pasaban por allí para explicar sus puntos de vista en primera persona. Era un lujo que unos estudiantes pudieran tener esos testimonios de manera periódica.
Manolo, como queda reflejado en el libro de Cantavella, fue incómodo para las jerarquías, un avanzado a su época tanto en cuestiones políticas, sociales, como en su teología. Se definía como cura vasco (donostiarra), periodista y admirador de los misioneros y misioneras por su implicación y entrega de vida. Estudió en el seminario de Vitoria y se especializó en misionología en Roma y París. Volvió a España para estudiar en la Escuela de Periodismo. A partir de entonces, dedicó su vida a tres grandes fines: las misiones, la información religiosa y la formación de periodistas cristianos. Fue, durante más de tres décadas, secretario nacional de la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol y director de las revistas Pueblos del Tercer Mundo e Illuminare. Practicó y enseñó un periodismo crítico con los poderes establecidos y profundamente honesto. Fue beligerante con la intolerancia y falta de libertades y combatió las injusticias y la desigualdad con una mirada siempre misionera. Y, sobre todo, defendió el diálogo intercultural, el libre intercambio de las ideas y del pensamiento y la libertad de conciencia e intelectual.
El libro pone de relieve una de las figuras más presentes en el periodismo religioso en la España e Iglesia española de finales del siglo XX.