Decía Adolfo Suárez que los políticos nunca estarán en contacto con la realidad porque ven los atascos desde los helicópteros. Martín Gaite, experta en hacer que sus personajes salieran corriendo para distanciarse, afirmaba que, en ocasiones, la distancia nos ayuda a ordenar lo que estamos viviendo. Estas dos afirmaciones resultan tan enfrentadas como ciertas. Aunque puedan parecer incompatibles, se apoyan la una sobre la otra y se sostienen, como pueden hacerlo dos naipes tan incompatibles como un as de oros y un rey de bastos si se colocan con cuidado. El tiento y la paciencia, el cariño en muchas ocasiones, ayudan a levantar castillos. Entonces da igual si se trata de oros, bastos, caballos o ases.
Quizá los tiempos de las luces sean escasos, los triunfos de la razón cortos y efímeros y a muchas generaciones les corresponda decir que viven tiempos oscuros para la libertad de expresión. Para no ser menos –y tirando de la habitual desconfianza que los sucesos meteorológicos dan a los hablantes del castellano para todas las facetas de su vida– podemos afirmar que vivimos de nuevo una etapa de retroceso y que la libertad de expresión se encuentra en alarmante retirada, miedosa de los ataques consistentes que el integrismo islámico pretende y consigue perpetrar en la sociedad occidental. Los castillos de naipes son tan bonitos como frágiles.
Sin embargo, ante la huida en estampía de los avances realizados en los últimos tiempos, ante el debate levantado sobre los límites de la libertad de expresión, sólo nos queda preguntarnos dónde empezaríamos a sentir pisada nuestra integridad para tomar esto como patrón de medida a la hora de dibujar a las demás personas bajo el espejo deformante y exacto de la buena caricatura. Si de religión hablamos, ¿dónde nos dolería que nos atacaran? Pero, antes que eso, ¿qué respeto consideramos que nos debemos a nosotros mismos? ¿Somos capaces de asumir nuestras formas, nuestras creencias, nuestros pensamientos y de tener tanta seguridad y convencimiento como para que la risa de las otras personas y la nuestra propia no nos afecte? En otras palabras, ¿somos capaces de tomar la distancia necesaria de nuestras creencias, de nuestro día a día, como para reírnos de nosotros mismos sin echar por tierra la trabajosa libertad de expresión? ¿Qué ocurriría si esta Semana Santa llegara a nuestros cines una película que contara la vida de un judío nacido en Nazaret el año cero al que confunden con Jesús? ¿Seríamos capaces de reírnos al ver cómo las masas exacerbadas siguen a esta persona hasta condenarla ellas mismas con su fanatismo a morir en la cruz?
Podemos estar tranquilos, esta película no llegará esta Semana Santa a nuestros cines porque ya lo hizo en 1979 y nos contaba cómo Brian Cohen, hijo de una mujer judía y de un soldado romano que yació con ella una noche, ve truncada cómicamente su vida por haber nacido en el mismo lugar y al tiempo que Jesús de Nazaret.
Esta película del colectivo británico Monthy Phyton resume el nacimiento, pasión y muerte de Jesús en clave cómica y, al ponerla en carne de un advenedizo que pasaba por allí (Brian Cohen), nos resulta terriblemente risible el proceso por el cual la gente entroniza a quien considera su salvador. Hasta llegar a esa corona, que también es de espinas, pasaremos por las guerras intestinas de las diversas patrias chicas que, enfrentadas entre sí, solo quieren acabar con el Imperio; los largos sermones en los que los gansos acabarán también por heredar el Reino de los cielos; los romanos intentando ilustrar a la población, incluso corrigiendo las pintadas que los critican y afean los edificios públicos; el Imperio que no ha hecho nada por ellos, excepto los acueductos, el agua limpia, el pavimento o la paz; y las divisiones absurdas que enfrentan a quienes persiguen un mismo ideal por querer seguir a una calabaza unos y a una sandalia otros.
Hace más de tres décadas -y a través del humor- pocas personas hubieran dicho que el guión de los Monthy Phyton era valiente y que, años más tarde, su crítica a duras penas hubiera sido aceptada por una sociedad que ha pasado de tener amor propio a tener exceso de orgullo y que ha ganado confianza en sus hábitos según se desvanecían los motivos para tenerlos.
Es esa hoy casi extinta capacidad para reírse de uno mismo la que fortalece y apuntala la propia creencia: nace de la seguridad solo para retroalimentarla. Gracias a la certeza nos hacemos indemnes a la carcajada y participamos de ella, pudiéndonos permitir, así, el lujo de rescatar de la risa la crítica constructiva y enriquecer la libertad de expresión.
Mirar ese lado brillante de las cosas, rescatar la forma para olvidar el fondo, puede parecer “frivolón”. Sin embargo, como ocurre con La Vida de Brian y con los mejores humoristas, si la forma es buena ella misma te hablará también del fondo. Porque, tras las carreras de Brian Cohen, tras el emperador y su mujer, tras el decorado cutre de cartón piedra, se esconde la historia de una religión. La historia de la esperanza que supone la figura de Jesús, la de la gente a la que alienta pero, también (y para esto la película tiene moraleja), la del egoísmo de quienes lo abandonan en la cruz cuando todo parece perdido. Pero, por encima de todo, la historia del fanatismo sin medida de quienes –con su torpeza y despotismo, ansiosos ante todo por alcanzar el Reino de los cielos– terminan por conseguir que Brian Cohen acabe cargando con una cruz que no le correspondía.
La obligada risa que nos trae la libertad de expresión nos ayuda a vernos reflejados, a tomar distancia de nuestra vida desde la vida misma. Sin salir del atasco vemos en un plano picado los movimientos que nos han traído hasta aquí, hasta esta situación ridícula de la que acabas por no saber cómo salir, a qué conductor intolerante que atraviesa la mediana adelantar, si hacerlo por la derecha o por la izquierda y qué pena no pasarle por encima porque no somos como él. Pero, si somos capaces de reírnos y verlo desde arriba, con la ayuda de una película, de un libro, de un periódico, sabremos ver también que del atasco de la intolerancia se sale. Poco a poco, con paciencia.
Hay que mirar siempre, incluso desde la cruz, desde las calles silenciosas de Castilla en Jueves Santo, desde la milagrería dorada del sur, el lado brillante de las cosas.
Ficha técnica
Título: La vida de Brian (Life of Brian)
Reino Unido, 1979
Dirección: Terry Jones
Producción: John Goldstone The Goldsone company
Protagonistas: Graham Chapman, John Cleese, Terry Gilliam, Eric Idle, Terry Jones y Michael Palin
Música: Geoffrey Burgon
Género: Comedia
Duración: 94 minutos
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