Conocí a Toni Catalá cuando él era profesor de cristología en Madrid y yo una veinteañera que recién estrenaba el Evangelio. Recuerdo que salía emocionada de sus clases, me hacía llorar con su modo de transmitir a Jesús, ese Jesús que se compadecía de los indigentes y extraviados “por estar él también envuelto en flaqueza”.
Toni compartía con nosotros su vida, conocíamos la marca que los chavales lastimados de Alicante dejaron en él y nos contagiaba su mirada limpia sobre las realidades más marginadas que hacía brotar la bondad y la luz que escondían. En este jesuita había ternura y verdad, y sentías que se dejaba abrazar en su fragilidad. A lo largo de estos años, una y otra vez, sus palabras y sus escritos me hacían volver al Evangelio, a la vida concreta, a lo esencial: Dios ama con pasión a sus criaturas más carentes, le duelen, y si vamos con él nos van a doler, nos urge salir de nuestro propio ombligo e implicarnos compasivamente.
Nos mostraba su vulnerabilidad y eso nos hacía sentir acogida la nuestra
Hace poco tuve ocasión de volver a hacer Ejercicios Espirituales con él, tenía un don especial para ayudarnos a exponernos sin dejar nada fuera; él mostraba su vulnerabilidad y eso hacía que pudiéramos sentir acogida la nuestra. Nos conducía a dejarnos querer y reconstruir por el Señor para ayudarle en su pasión por los pequeños y fracturados. La última vez que atravesó una situación de mucha fragilidad en un hospital me dijo que había descubierto que la mayor tentación cuando uno está enfermo es el autocentramiento, que los demás estén girando en torno a ti, y él no quería quedarse ahí. Su vida era para otros, no le pertenecía, no iba a guardarla.

Entrañable, lúcido, cariñoso con cada persona, humanamente evangélico, compañero cercano… un hombre-para-los-demás, como Arrupe los quería, que se tomaba en serio a Jesús y a cada una de sus criaturas. Siempre lo encontrabas accesible cuando lo buscabas. “A seguir dando gracias, Mariola”, fueron sus últimas palabras en un mensaje. Era su modo de estar en la vida: tiernamente agradecido; conmovido ante el Señor Jesús, el Compasivo, al que nos enseñó a conocer internamente y a servir más de cerca.
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