
Hay muchas maneras de mirar la realidad del mundo obrero. Una de ellas nos lleva a corroborar que existen dos grandes sectores dentro del mundo obrero y del trabajo: Un sector con contratos estables, que más o menos se mantiene, y otro que padece la precariedad. Este segundo es el que está en permanente rotación.
Solo en 2016 se hicieron cerca de 20 millones de contratos (19.978.954), el 90% precarios. Aunque los contratos fueron casi 20 millones, solo se contrató a 7 millones de trabajadores (7.051.919). De ellos, 1.27 millones de trabajadores se repartieron 11.3 millones de contratos. Esta tendencia señala que progresivamente los contratos estables seguirán siendo sustituidos por contratos precarios y que esta será la situación normal del mundo obrero de los próximos años.
Al observar esta realidad y los valores que están presentes en ella y al compararlos con los que históricamente la cultura del movimiento obrero ha ido definiendo y practicando, no queda más remedio que reconocer que estamos a años luz de los mismos.
La cultura de la que el movimiento obrero intentó dotar al propio mundo obrero fue, en síntesis, una forma solidaria de pensar para una forma solidaria de actuar que se puede resumir en cinco claves:
Una concepción de la persona y del trabajo, distinta y alternativa a la dominante en el capitalismo; una concepción de la sociedad muy relacionada con la forma de entender a la persona que crea las condiciones para que se dé una verdadera vida social, para lo que el capitalismo es el mayor obstáculo; el conflicto social como consideración de que lo que le ocurre al mundo obrero no le ocurre porque sí, sino que es un conflicto motivado por los distintos intereses de clase capital/trabajo o burguesía/proletariado; una propuesta de valores que surge de la concepción de la persona, de la sociedad y del conflicto social (la igualdad, la justicia, la fraternidad, la solidaridad y el internacionalismo); un gran impulso ético en la construcción social y en la configuración del militante (sacrificado, austero, generoso…).
Igualmente, la moralidad fue enormemente valorada en la cultura obrera. De hecho, en el preámbulo de la Asociación Internacional de Trabajadores, se reconocen como principios para las relaciones personales e interpersonales “la verdad, la justicia y la moralidad como su manera de comportamiento”.
¡Qué lejos estamos de todo lo anterior! Por eso, también como creyentes, es necesario ir repensando y recomponiendo esta cultura obrera que se ha visto trastocada por la propia fragmentación de la clase trabajadora. La fragmentación de la clase establece también la fragmentación de su marco cultural. La precarización del empleo, el debilitamiento de los sindicatos y el fortalecimiento del poder de los empresarios, el crecimiento de la pobreza y la desigualdad son algunas consecuencias de esa fragmentación. Y la propuesta del Evangelio tiene mucho que ofrecer para esa recomposición.
La actual situación demanda otra forma de situarnos, un quehacer como creyentes en el que nos humanizamos humanizando. Dos retos son clave para ello:
Colaborar al cambio de las instituciones: sindicatos, partidos y movimientos sociales y esto supone recuperar la fraternidad desde el servicio a las personas empobrecidas.
Colaborar a construir y dar visibilidad a experiencias alternativas en la forma de vivir, personal y socialmente. Sobre ambos volveremos más adelante.
@manocope
1. «Una historia de liberación» Mirada cultural a la historia del movimiento obrero. Francisco Porcar Rebollar. Ediciones HOAC. Agosto 1999. Págs 148 a 152.
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