Inversión con Impacto. ¿Qué papel debe tener la Iglesia?

El pasado mes de julio se celebró en el Vaticano la III Conferencia sobre Inversión de Impacto en la Iglesia, con el lema “Uniendo la Inversión en Servicio con el Desarrollo Humano Integral”. Durante 3 días, más de 100 personas de todas partes del mundo tuvimos la oportunidad de aprender y conocer casos de impacto de corporaciones financieras, mayoritariamente norteamericanas que exponían con sus mejores dotes comerciales sus buenas prácticas para convencer a congregaciones religiosas, misioneras y obispos de diócesis de países en vías de desarrollo que la mejor manera de acabar con la exclusión era a través de este tipo de instrumentos financieros. El discurso mayoritario era que el microcrédito ya no es eficaz, que los proyectos a pequeña escala que muchos misioneros (y sobre todo misioneras) llevan a cabo en pequeñas poblaciones, si bien respetables, no acaban con las situaciones de exclusión global y que, en definitiva hay que primar el impacto, la escalabilidad y la eficacia. Que la buena voluntad por sí sola no basta. Que la banca y las instituciones financieras son las que saben dónde apuntar con certera puntería para acabar con la raíz de la exclusión, la pobreza y el sufrimiento.

Conferencia en el vaticano sobre finanzas e inversión
Una de las intervenciones de la conferencia vaticana.

Desde hace aproximadamente 15 años, el término inversión de impacto ha experimentado un importante auge y ha cobrado un especial protagonismo cuando se habla de filantropía. A la llamada fatiga del donante, que no termina de ver progresos claros a niveles macro en determinados asuntos para los que ha destinado ingentes cantidades de dinero a lo largo de decadas y pese a los claros avances que algunos indicadores de la Agenda 2015 (en términos de Objetivos de Desarrollo del Milenio) y la Agenda 2030 (los llamados Objetivos de Desarrollo Sostenible) muestran, parece existir una ¿moda (tendencia, necesidad, requerimiento…)? dentro del mundo de las donaciones privadas por las que es necesario conocer y medir claramente el impacto de cada euro entregado para así seleccionar aquellos programas y causas más eficaces y eficientes. La mayor presencia de una cultura empresarial en el sector no lucrativo supone empezar a acostumbrarse a términos y conceptos como eficacia, retorno de la inversión, coste de oportunidad, evaluación, etcétera, que no siempre son bienvenidos ni aceptados entre muchos de sus actores, que no quieren monetizar la vida de las personas más vulnerables ni convertir en euros medibles, contantes y comparables los proyectos tras los que hay vida, sufrimiento y esperanza. Las nuevas tendencias en filantropía parecen obligar a decidir que, ante dos situaciones, dos proyectos, dos problemas, hay que solucionar aquella que mayor “rentabilidad” proporcione, abandonando las otras alternativas. Esto, que parece comprensible e incluso obvio cuando se trata de decidir entre la compra de dos máquinas, la apertura de nuevos mercados, el lanzamiento de una nueva línea de productos o la construcción de una nueva planta productiva no está tan claro cuando se habla de elegir entre dos posibles programas (¿Salud materna en Africa o vacunación infantil en la India?; ¿ayuda a la compra de semillas en el Sudeste asiático o canalización de agua potable en America latina?

Así pues habrá que irse acostumbrando a oír hablar de evaluación de impacto, retorno social, medición, pago por resultados (o por éxito), bonos sociales, capital riesgo social, negocios en la base de la pirámide, emprendimiento social, bolsa social…pues son términos de uso común en este sentido y que poco a poco se van haciendo su lugar en el lenguaje de la cooperación internacional. A las conocidas hace ya unas décadas como “inversiones socialmente responsables” que introdujeron aspectos ambientales, sociales y de gobierno corporativo en las inversiones han venido a sumarse estas nuevas, que orientan los fondos hacia unos resultados esperados, demostrables y medibles, que justifiquen con métricas claras el impacto social y/o medioambiental generado. Las inversiones de impacto, por lo tanto, son algo diferentes de la filantropía tradicional en tanto en cuanto buscan un retorno financiero como mínimo del capital invertido, (cuando no incluso mayor) aunque como veremos más adelante no siempre se exija su desembolso, como estar expresamente enfocadas en iniciativas capaces de producir un impacto social medible, explícitamente buscado y, por lo tanto, que también forma parte de la decisión de inversión. Entre estos dos “impactos” hay un continuo que va desde aquellos donantes los que priman la rentabilidad de su donación (ejemplo: educación en nuevas tecnologías a población vulnerable elegida por su alto potencial con la idea de captar luego para la empresa donante al mejor talento) a los que sin olvidarse de ella, priman el impacto social de la misma, normalmente expresado en grandes cifras (conseguir acceso a internet y dotar de educación digital a 3.000.0000 de niños y niñas africanas en 4 años). Las grandes corporaciones financieras se han dado cuenta de ello y no quieren permanecer ajenas. Sea por responsabilidad social corporativa, sea por llevarse su parte de pastel, bancos e instituciones financieras han ido creando instrumentos, divisiones, oficinas y metodologías para no quedar fuera. Según datos de Eurosif, las inversiones de impacto crecieron en Europa un 132% entre los años 2011-2013, y un 385% entre 2013-2015. En este último periodo en España, el crecimiento fue de un 207%.

La Iglesia es y ha sido una actor clave y fundamental en la lucha contra la pobreza y el sufrimiento y destina ingentes cantidades de dinero y recursos a la llamada “obra social” acudiendo además donde otros agentes de la cooperación al desarrollo ni siquiera llegan. Cierto es que a veces no se es del todo eficaz; que el impacto realizado es pequeño, individual y no soportaría esos índices y medidas con los que ahora parece querer medirse todo. Cierto es que la Iglesia, como institución, puede y debe hacer valer su voz y su fuerza en los grandes foros (G-20, ONU, Davos) y que vista desde ahí es una gran inversora en potencia. Pero también es cierto que visto desde abajo, desde las cosas chiquitas -que diría Galeano- que “no acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla aunque sea un poquito es la única manera de probar que la realidad es transformable.” El debate está servido.

Carlos Ballesteros
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