[quote_center]Hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo,
Si su religión no era como la mía.
Ahora mi corazón se ha hecho capaz de adoptar todas las formas,
es pradera de gacelas,
monasterio para monjes cristianos,
templo para los ídolos
y Ka’aba para el peregrino,
y las tablas de la Torah y el libro del Corán.
Yo sigo la religión del amor
cualquiera que sea el camino que recorran sus camellos,
esa es mi religión y mi fe.[/quote_center]
Los tres últimos versos de esta Oda XI de Ibn Arabi presiden en Murcia la entrada al Museo de Santa Clara, que recibe el nombre de la orden femenina de clausura que todavía habita una parte del recinto. ¿Por qué estos versos de un sabio sufí en un recinto con nombre tan cristiano? “Las Claras”, como popularmente se conoce en Murcia a estas monjas, llegaron a un acuerdo de cesión de parte su convento, que contiene los restos islámicos más notables de la región: el alcázar moro del siglo XIII. El patio de recreo de las monjas ha sido durante más de seiscientos años el mismo por donde pasearon durante medio siglo los reyes almohades, ya que ha conservado exactamente el mismo trazado.
El Alcázar Seguir sustituyó al palacio del llamado “rey Lobo”, gran señor de Murcia en el siglo XII. Bajo su próspero reinado nació, en la ciudad del Segura, Ibn Arabi, en el año 1165, uno de los grandes místicos de todos los tiempos. Muy pocos habitantes de Murcia –y muy pocos españoles- conocían hasta hace poco el nombre de este poeta y sabio sufí, que recibe en el mundo islámico apelativos como “el más grande de los maestros”, guía del mundo y sultán de los conocedores. Hoy, en Murcia, una calle importante de la ciudad moderna recibe el nombre de “Abenarabi”, como también se conoce a este maestro espiritual, reconocido y apreciado también fuera del contexto cultural musulmán. Se le considera uno de los grandes en la historia de la mística, representante de la llamada Filosofía Perenne -o Tradición Unánime- y se lo compara frecuentemente con San Juan de la Cruz.
En su Voces de la mística, Javier Melloni describe a Ibn Arabi como “el sufí especulativo más importante del islam”. Y destaca, de entre su obra ingente, su afirmación de que al conocimiento de Dios solo podemos acceder a partir de nosotros mismos: cada uno de nosotros es la forma a través de la cual Dios se nos revela. De este modo “el conocimiento de Dios y el conocimiento de uno mismo se convierten en una misma cosa, sin que quede uno reducido al otro, pues es uno el que permite la manifestación del otro”.
Utiliza el sabio la explicación de la imagen reflejada en el espejo para aludir al conocimiento de Dios: “Dios es, pues, el espejo en el que tú mismo te ves, al igual que tú eres Su espejo, en el que Él contempla sus nombres”, afirma Ibn Arabi en su obra principal, Las iluminaciones de la Meca.
El conocimiento nos permite aprehender la unidad esencial del ser bajo la aparente multiplicidad de lo existente. Pero cuando Ibn Arabi habla de conocimiento no se refiere solo a lo racional, sino más bien a una percepción que requiere apertura espiritual, capacidad de aprehender la realidad tal cual es en su totalidad. “El Dios Amor no se halla oculto en la rosa, sino que reside en la capacidad para oler su perfume”, dejó escrito.
Aunque todos están invitados a esa tarea, la iluminación que acerca al conocimiento de Dios no es otorgada a los profesionales de la religión o expertos porque “ningún profeta conoció jamás a Dios mediante la reflexión racional… Ningún amigo de Dios que posea un conocimiento de Dios a través de la consideración racional es un ‘elegido’, por más que sea amigo de Dios”.
Sin embargo, Ibn Arabi, que tiene experiencias místicas y visiones desde muy joven y a lo largo de toda su vida, es un estudioso incesante, que conoció y fue apreciado por Averroes y que defiende la unión de la fe y la razón en el quehacer religioso. Él se reconoce en la tradición profética –incluido Jesús- , se inició en la vía sufí a los veinte años y se esforzó por conocer personalmente a gentes espirituales en todo Al Ándalus, el norte de África y Oriente Medio, aunque sin ser discípulo permanente de ninguno.
Junto al conocimiento de uno mismo y de Dios, la experiencia de su misericordia y el amor son conceptos centrales en toda su obra. Amor divino y humano: “Para él, la mujer es el más adecuado soporte para la contemplación de la belleza divina; y con ello se enmarca abiertamente en la tradición de los llamados Fieles del Amor, quienes sostienen que el culto a Dios, personificado en el principio femenino, conforma un sendero de sabiduría autónoma y completo en sí mismo”, señala Fernando Mora en su libro Ibn Arabi, vida y enseñanzas del gran místico andalusí.
El viaje interior expresa para Ibn Arabi la aventura del hombre en busca de su plena realización en unión con el amor. En su caso, el viaje fue también geográfico, ya que recorrió todos los países de la ribera sur y este del Mediterráneo hasta acabar su vida en Damasco, donde falleció a los 75 años en 1240.
Su vida de pobreza, retiro, búsqueda y trabajo incesante, al igual que los conceptos expresados en su obra, nos parecen sorprendentemente modernos y cercanos a toda la tradición mística. Su obra, sin embargo, no es siempre de sencilla lectura.
“En su conjunto –concluye Fernando Mora- la obra de Ibn Arabi converge en su concepción del ser humano perfecto, que es, en su opinión, el espejo y el ojo de Dios en el cosmos. De ese modo, el individuo que ha realizado plenamente su potencia espiritual se transforma en eje que comunica cielo y tierra, en confluencia de tiempo y eternidad y en compasivo ojo a través del cual El-Todo-Misericordioso derrama sus bendiciones sobre los mundos”.