Familias

Hace varias semanas se celebró el Día de la Familia. De la FAMILIA, cuidado de no confundir con el modelo perfecto de familia (el único verdadero, al parecer) que pregonan el Papa y los obispos; de la familia, digo, y a mí me rodean unas cuantas estupendas formadas por gente magnífica. Déjenme que las nombre.

Familia es mi amiga Begoña con sus tres hijos y su compañero, sin papeles; familia son Sonia y Fernando, de los sin papeles también (perdonen que no use el término “vivir en pecado”) que se aman profundamente; Yonaida y Bader, en el amor y en la lucha; Isabel y Abdullah, ya casi veinte años caminando juntos; Diego, su esposa y sus tres churumbeles, con papeles e iglesia de por medio; familia son Mª Jesús, su pareja y el nene, con papeles pero sin sacristía; familia son Alberto y su chico; y Silvia y Nacho, segundo matrimonio para ambos; y Ana y Miguel, segunda unión de él, que “aporta” un hijo; y Manolo y María, viudos que viven una segunda convivencia, con hijos de cada uno; y María y su chica; y Dina y Ahmed y sus cuatro tesoros; Simi, su marido y sus hijos; y Carmen, separada, y sus hijos; y Eva y José, casados por un sacerdote tras convivencia y con un chaval; y Ali y Farida, con niño y mezquita de testigo; y mi chico y yo, sin hijos, pareja y familia también.

Algunos no son cristianos, o son del mismo sexo, o no están casados (o no por la Iglesia), o no tienen hijos, o viven segundas oportunidades, o comparten hogar con sus hijos y sin cónyuge… Pero son, somos, familia, les guste o no a las jerarquías religiosas, y aunque no estuvieran incluidas en las manis pro familia ni se les haga homenaje en ninguna plaza de ninguna ciudad.

Y se merecen una celebración también, por el amor, la convivencia, los proyectos de cada uno y los comunes, el camino juntos, los sueños compartidos, las luchas, el renacimiento, los encuentros, los reencuentros, la felicidad, el crecimiento…

Y todos benditos, aunque la Iglesia institucional no los bendiga (e igual da, ya que es Dios el que bendice); y todos con esa llama sagrada que llevamos dentro aunque los jerarcas religiosos no sean capaz de verla.

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