Este comentario aparece cuando le explico a alguien en uno de los encuentros que se hacen a menudo durante los días de Navidad qué hago para ganarme la vida.
Por lo general, la situación viene a ser algo como lo siguiente. Yo diría: “Soy músico y escritor”, lo que a menudo suscita una curiosidad sincera, teniendo en cuenta sobre lo que escribo. Cuando respondo diciendo: “Escribo mucho sobre la intersección entre la cultura y la fe”, las caras de póquer no tardan en aparecer. No es tanta la muestra de desdén o desconfianza, sino que es más una expresión de sorpresa. Sorpresa porque estos dos temas nunca se cruzan del todo.
Esto, algunas veces, abre un debate sobre religión y espiritualidad en el que trato de explicar cómo han calado profundamente en mi trayectoria personal de fe músicos, escritores, cineastas, etc. Artistas que se han hecho “grandes preguntas” en su trabajo, preguntas en las que algo está en juego. Preguntas sobre qué significa que nos toque vivir en un tiempo y un lugar determinado.
Sin embargo, después de intentar clarificar todo esto, la pregunta que siempre me hacen es algo así como: “Entonces, ¿tú vas a la Iglesia, en plan, cada semana?”.
Durante más de diez años, he tenido la oportunidad de detenerme en los marginados de la religión y la fe, los no afiliados y los que no van a la Iglesia, los buscadores y los espirituales. De manera arrolladora, las personas que me he encontrado han sido personas inteligentes, adultos con éxito que han logrado mucho en sus vidas personales y profesionales. Pero hay un contraste notable entre el éxito de esos adultos en su vida profesional y personal respecto a sus formas de espiritualidad.
No sería apropiado, incluso sería preocupante, que un adulto de 30 o 40 años se comportara como un niño de doce en las relaciones personales o profesionales. Aun así, las relaciones con Dios de estas mismas personas, así como la fe y las concepciones que tienen sobre la función en sus vidas, siguen siendo las mismas que en su adolescencia.
Este no es un fenómeno exclusivamente católico. Los desafíos para el desarrollo de una fe adulta son comunes en diferentes tradiciones. Recuerdo una entrevista en la que trabajé hace unos años con un joven e inteligente músico que tenía “un aire bohemio”. Lo consideraban un poco traidor, entre los fans, porque había reemplazado la fe de los cristianos pentecostales de su infancia, que había influido en la música de sus comienzos, por un recién adquirido ateísmo. Cuanto más leía sus respuestas bien meditadas no podía evitar pensar: “No eres ateo, solo que las herramientas que te dieron para entender la fe cuando eras un niño no han funcionado cuando te has convertido en adulto y tu fe no ha podido crecer contigo”.
Puede resultar difícil desarrollar una madurez espiritual en una cultura en la que el diálogo alrededor de la fe parece presentarse como una lucha entre el ateísmo evolucionista y el creacionismo fundamentalista, una falsa dicotomía, si es que alguna vez ha habido alguna.
Adolfo Nicolás, S.J., el superior general de los jesuitas, estuvo acertado cuando identificó “la globalización de la superficialidad” como uno de los peligros más grandes a que nos enfrentarnos en el mundo de hoy. La arrolladora ola de información que nos bombardea puede anestesiarnos y dañarnos porque nos anima a, simplemente, ir dando saltos por la superficie de la realidad. La enorme cantidad de datos e información llena nuestras mentes pero no nos ayuda a ir más allá, a la profundidad. Profundizar implica la búsqueda constante de lo que es auténticamente humano. Implica que crezcamos y “dejemos de lado las cosas deniños”. Creo en un Dios que nos habla como adultos en nuestro más profundo interior a través de la belleza y la verdad.
Este es el Dios de Love Supreme de Coltrane, el de Radiohead con su OK Computer, el Mesías de Handel, el del Hallelujah de Leonard Cohen, The Moviegoer de Walker Percy, Calvary de John Michael McDonagh, White Crucifixion de Chagall y el de The 613 de Archie Rand. Creo en el Dios de Dorothy Day y en de Martin Luther King Jr., el Dios de San Francisco de Asís y San Ignacio de Loyola y el Dios de las carcajadas de mi sobrina de tres años.
Así que, por favor, no me hables de un Dios al que eclipsará inevitablemente la ciencia y la tecnología, o del Dios que aprendiste de niño, obsesionado con la moral sexual y nada más, y que existía tan sólo para juzgar y condenar.
Yo tampoco creo en ese Dios.
* Publicado originalmente en America Magazine (traducción Elisa Barbero)
El Dios de mi infancia, el que aprendí de niño, no ha dejado de crecer conmigo. Es el mismo, y nunca le vi obsesionado con la moral sexual, ni era juez que condenara. Ojala yo haya crecido junto a Él.