Cuando el susurro se hace grito

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Homenaje a Juan Martín Velasco

Luis Aranguren Gonzalo

El pasado 20 de octubre la Cátedra de Teología Contemporánea, que año a año se celebra en el Colegio Mayor Chaminade, hizo un hueco digno de agradecer para celebrar un justo homenaje a Juan Martín Velasco, que se nos fue el pasado 5 de abril y al que no habíamos tenido la oportunidad de despedir ni de celebrar comunitariamente su paso por nuestras vidas.

Juan Martín Velasco

La mesa redonda, a la que asistieron unas 60 personas de modo presencial más otras muchas desde sus casas on line, dio la palabra a Antonio Ávila, Pedro Rodríguez Panizo, Luis Aranguren y Consuelo Rodríguez, moderados por Pepa Torres. Algunas líneas comunes marcaron las diferentes intervenciones. De manera sintética apuntamos las siguientes:

Juan, maestro de vida.

La categoría de maestro, no se obtiene con un título, se otorga por parte de la gente que reconoce en alguien maestría en sus palabras y en su acción; es el caso de Juan. En este abulense/vallecano recocemos la autoritas que destilaba servicio, apoyo y reconocimiento de la verdad del otro. No fue hombre de poder, era alérgico a él, y en especial al clericalismo de nuestra Iglesia, siendo él tantos años rector del Seminario de Madrid. No hablaba de sacerdocio, sino de ministerio sacerdotal; la diferencia no es menor. Y se ganó la autoridad moral de todos los que le conocimos. Cuando hablamos de referentes éticos y espirituales, volvemos nuestra memoria a Juan. El magisterio que transmite no se ancla en su finura intelectual -exclusivamente- sino de un modo primordial en su honda experiencia de Dios. Juan es fuente, por eso su vida nos sabe a frescura de Evangelio y no a modelos teológicos, si bien esa frescura deviene en posicionamientos vitales y teológicos enormemente importantes en su vida y cómo es tratado en Madrid en la era neoconservadora .

Juan, intelectual comprometido.

En cualquier otro país Juan hubiera sido un reconocido intelectual cristiano en medio de la plaza pública de este occidente tan secularizado como plural. Fue quien puso negro sobre blanco la disciplina de la Fenomenología de la Religión en español, de la que muchos aprendimos. Y tras esas enseñanzas en sus clases, conferencias y escritos, nos encontramos con un pensamiento del que emana lucidez, a la chita callando. Lucidez, que no es tener todo claro. Es pensar con ideas esclarecidas en la brega de la reflexión y el diálogo. En Juan es la lucidez de la fe. En su última intervención pública en la Semana del ISP sobre la conversión cristiana (enero de 2018), escuchamos: “La fe no clarifica, sino que nos permite vivir en la noche con una fe oscura en la esperanza de encontrar alguna luz que, de nuevo, no depende ni de nuestro esfuerzo ni de nuestra voluntad”.

Juan portador de un cristianismo renovador en una Iglesia vieja.

Su crítica a la eclesiatización del cristianismo no le hace alejarse de la Iglesia. Su último libro lleva por título ‘Creo en la Iglesia’. Pero su postura se convierte en una instancia crítica que nos ayuda a superar los tics autorreferenciales y envejecidos de una Iglesia, que en su estructura y en buena parte de su mensaje, ha perdido la sintonía con el mundo en el que vive. Nos recuerda que “la aparición de cristianismo supuso en la vida religiosa, en las sociedades y en las culturas de su tiempo la irrupción de un brote pequeño, pero extraordinariamente virulento de novedad. De las primeras comunidades que lo encarnaron sorprende y fascina especialmente la conciencia, la experiencia y la vivencia de novedad que transparentan”. A esa novedad radical se agarra Juan y así nos la transmitió. Siglos de cristianismo han fatigado esa mediación que es la Iglesia. Y Juan nos aclara que, en su grandeza, la Iglesia es una mediación más. Solo una mediación. El absoluto sigue siendo el Dios Misterio y Presencia que nos sostiene y anima.

Juan, memoria de fe vivida.

En la presentación del libro ‘Fijos los ojos en Jesús’(2012) escuchamos una vez más cómo ante la crisis institucional de la Iglesia esta sale -a través de sus dirigentes- con renovados planes de evangelización. Error, dirá Juan. Eso es dar por supuesto la fe de los evangelizadores. “Para que podamos iniciarnos en la fe lo primero es tomar clara conciencia de la crisis de fe en la que estamos sumidos todos. Nos creemos creyentes que creemos que creemos, pero tenemos muchas razones para dudar de la autenticidad y de la verdad de nuestra fe”. Este elogio de la duda le encumbra en la máxima humildad. La duda metodológica suscita simpatía metodológica también en el diálogo con quienes no piensan como él. Se pregunta Juan: “¿Somos unos impostores los creyentes? No, pero hemos dado a la fe un contenido tan débil y tal vez tan distorsionado que nos podemos llamar alegremente creyentes cuando estamos a leguas de lo que es la fe”. La fe no es aceptar unas verdades ni acomodarnos cumpliendo unos preceptos. “Estas distorsiones están sustituyendo a la fe y nos impide ser creyentes”.

Juan, siempre en diálogo.

El dialogo verdadero -en Juan-  nos sitúa en el fluir de la historia y en la hendidura de la posibilidad de transformación de ideas, conceptos, categorías. La voluntad del diálogo con el diferente no es asegurar lo mío sino aprender del otro y construir algún tipo de “nosotros” inclusivo. Tiene especial consideración con los no creyentes, cuando desde una consideración del cristianismo como portador de la verdad absoluta, el otro distinto queda descalificado. El diálogo, por el contrario, rompe asimetrías y promueve aprendizajes.

En los últimos años Juan acoge con alegría la llamada del papa Francisco a superar la autorreferencialidad y el eclesiocentrismo del cristianismo. El cristianismo o acontece en salida o no acontece, se marchita. Por eso, vibra con esa llamada a ser hospital de campaña, Iglesia samaritana y sanadora de heridas. Sus tiempos de delegado de Migraciones y su sensibilidad de hombre de barrio vallecano le hace vivir el sueño de los pobres no de oídas, sino en modo presencial. De Juan hemos recibido su palabra desde el susurro, la humildad y la dulzura, que, al releer y recordar, se tornan en verdaderos gritos que nos enfrentan a un cristianismo necesitado de una renovación radical. En ese camino nos ha dejado y nos ha situado. Seguimos caminando.

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