Por Álvaro Fraile
Mi mujer es profesora de Arte y de Plástica. Además es una Bella Artista y tiene en sus ojos algún curioso código que, independientemente de ser mujer y yo hombre, distingue el verde turquesa del azul verdoso, el rosa palo del rosa chicle y el gris en cualquiera que sea su matiz. Si tira a azul, rojo o amarillo… ¡lo aprecia! Claro, debió instalarse una actualización de las paletas del Pantone en su vista y es infalible.
Pero, además, tiene cierta y rara obsesión (llamémosle necesidad o sensibilidad, mejor) de llamar y nombrar a las cosas por su nombre. Hace mucho que venimos hablando de esto y el otro día me decía que porqué no dibujaba una viñeta con esta precisa y preciosa idea: el color carne. (Luego la idea de esta ilustración es suya, las mejores ideas son de ella siempre… si no se las adueña…)
Como profesora ya de secundaria y bachillerato, lleva tiempo observando que aún son muchos los alumnos que llaman “color carne” al color de la piel cuando realizan cualquier trabajo.
– “Pásame el color carne”
-“¿Qué color carne?”
-“¡¡¡Pues el color carne!!!”
-“Ahora va a resultar que tú y yo tenemos el mismo color de piel, ¿no?”
Los chavales suelen decir: “¡qué más da!”, “Cómo se pone la profesora ésta con las cosas éstas…”. Pero sospecho que ninguno puede contradecir. Resoplan, sonríen, asienten y por fin entienden que el color carne, amigos… (¡yo lo he aprendido ya!) ¡¡¡No existe!!! El color carne es el color que hay en las carnicerías y hay muchos tipos de carne. Hay color de piel. Y el color de la piel es extraordinariamente distinto en cada ser humano.
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