Algunos jóvenes al salir de la misa de “corpore insepulto” dijeron: este no es el Antonio que nosotros conocimos. Efectivamente, allí hablaron muchas y muchos pero no todas ni todos. En particular, los de la HOAC, con nuestra habitual prudencia, destacamos poco en el verbo.
Así que, animados por la Comisión Permanente de la HOAC, nos ponemos a escribir unas líneas de manera que completen el cuadro del pintor pintado, que escribía con letra pequeña y casi ilegible, como el rastro dejado por una mosca al salir de un tintero.
Antonio, hijo de padres viejos, enfant terrible en la Iglesia y fuera de ella, producto también de la guerra civil y de la más inmediata postguerra, enfermo perpetuo y a veces imaginario, tuberculoso y falto de una cuerda vocal después de la operación para extirparle el cáncer de laringe, jesuita frustrado, sujeto de dos grandes pasiones: Jesucristo y los pobres, estas pasiones concretadas en su barrio, en sus luchas por la dignidad, al servicio de los más necesitados, vecino y ciudadano ejemplar, (mucho antes que el profesor Neira fue golpeado por defender en público a una pobre mujer agredida). Dotado de dos vías de escape, según él decía, una racional: el cine, otra irracional: el fútbol, al que asistía con puro y transistor como mandan los cánones “lo que daría por que el Valencia ganara la liga” (lo entrecomillado es ipssissima verba de Antonio). Martillo de herejes, hereje golpeado por el martillo de otros martillos de herejes, callo en el dedo gordo de obispos, bufón (así lo decía él) de jerarquías eclesiásticas, hoacista cumplidor estricto (no se perdía nada), pero rebelde y automarginado, padre espiritual del equipo Barrio del Cristo-Malva-rosa, pozo de sabiduría cristológica, director espiritual de jóvenes, viejos y vírgenes consagradas, penetrador del ser humano, comprendedor de gente incomprendida e incomprensible, queriendo a cada uno como era, visitador de convictos encarcelados, amante espiritual de la soledad, confesor público de sus propios pecados: “A mí lo que me pasa es que no amo bastante a Dios”. Todo eso y más.
Una personalidad rica en detalles y en matices como un cuadro de los que él pintaba y al mismo tiempo compleja y contradictoria. Y la gracia, sin violar la naturaleza, se deslizaba suavemente en su forma de discursear y en ese discurso, nos abrevamos muchas y muchos, nos llenamos con su humanidad y con su afecto.
Su muerte fue como su vida, una desmesura, un despropósito, fue al mismo tiempo un accidente doméstico y un accidente laboral, aunque como laboral no se reconozca hoy el trabajo doméstico. Dios le permitió, en ese último gesto, encarnarse en las pobres mujeres de su barrio, las que suben y bajan a tender todos los días sin ningún reconocimiento explícito por parte de nadie. Su muerte fue por ello “en el campo del trabajo y de la lucha”. Sus últimas palabras, cubierto de sangre, fueron las de un pobre: ¡Ayudadme! Ya no dijo más. Todo lo que tenía que decir estaba dicho.
Antonio, te recordaremos con ternura, ruega a Jesucristo por nosotros.
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