He leído con atención el artículo de la revista alandar sobre personas divorciadas o separadas y quiero hacer un comentario sobre él. En primer lugar, felicito a Pepa Moleón por haber recogido tan bien las impresiones y pensamientos de la pareja Teresa y Sergio en ese calvario que han sufrido en su trayectoria de fidelidad a sus creencias y a la Iglesia. En segundo lugar, quiero hacer unas reflexiones desde otro ángulo de visión.
Me parece que, si se contempla este problema desde la institución Iglesia, no hay solución. Porque esta institución no admite el divorcio y con el divorcio va unida la pena de excomunión. Si esta pareja de Teresa y Sergio pretende encontrar una solución a su problema de divorcio la encontrará, pero fuera de esta estructura. Dentro de esta Iglesia no hay solución, hay que salirse de estas estructuras de poder. No hay solución desde el poder-institucional, sino desde el seguimiento de Jesús. La Iglesia-institución está instalada en estructuras de poder, que oprimen, que van de arriba abajo (de la Jerarquía a los fieles), no en paralelo (de igualdad y fraternidad). Este poder produce mucho sufrimiento en los cristianos que pretenden seguir sus instrucciones. La autora del artículo lo expresa estupendamente en ese escrito con estas palabras: sentimientos de culpa, miedo, angustia, asfixia social, heridas, temores, dolor personal. Todo lo contrario al espíritu del Evangelio que produce paz, alegría, misericordia, solidaridad.
La pena de excomunión que aplica a los divorciados el Código de Derecho Canónico (en adelante CIC), en el canon 1364, es un castigo jurídico que no se puede tomar en serio un creyente en Jesús de Nazaret. Es un castigo muy severo que, según el Catecismo católico (1982), en el num. 1463, afirma que es “la pena eclesiástica más severa que impide la recepción de los sacramentos”. ¿Qué pecado tan horrendo han cometido los divorciados que se hacen merecedores de tal castigo? Sin duda, es el pecado de no creer en el “dogma” de la indisolubilidad de la pareja. La fe es una creencia en la persona y el mensaje de Jesús y no está basada en el Derecho Canónico, sino en el Evangelio. La fe no tiene una dimensión jurídica sino, en todo caso, una dimensión social de buenas relaciones humanas, que construye la fraternidad de las personas y pueblos en el mundo entero y una dimensión política de compromiso con todos los pobres de la tierra. “Jesús dejó sentado que el camino hacia Dios no pasa por el Poder, ni por el Templo, ni por el Sacerdocio, ni por la Ley. Pasa por los excluidos de la historia”.
Estamos de acuerdo en que no existe una sólida argumentación que avale la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio como si fuera la “voluntad de Dios” o la ley natural. Es una interpretación abusiva de la jerarquía católica de un texto del Evangelio. “Lo que Dios unió que no lo separe el hombre” (Mc 10,9). Con esta frase lapidaria Jesús se declara abiertamente en contra del repudio tal y como lo practicaban los judíos, como privilegio exclusivo del varón. Hombre y mujer se sitúan ante el matrimonio a un nivel de igualdad. Jesús no trata de establecer nuevas leyes para exigir que sigan viviendo juntos, aunque su vida sea un infierno. Habrá muchos que no han sabido o no han podido realizar en plenitud el proyecto de Dios sobre la pareja humana. Jesús se limita a aplicar a un caso concreto su proyecto global: para conseguir la felicidad no hay otro camino que la práctica del amor. Y el amor entre los seres humanos sólo es posible en un plano de igualdad.
El ideal del matrimonio es la indisolubilidad de un amor, no la indisolubilidad de un vínculo jurídico. Y el amor es algo muy delicado, muy difícil de vivir en pareja, no es algo que tenga que durar para toda la vida. La definición que da el CIC es la siguiente: [La indisolubilidad consiste en] “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados”. (CIC 1055 § 1). Como se ve aquí, no aparece para nada la palabra “amor” que es esencial para que exista un auténtico matrimonio.
El matrimonio es un ideal de amor que supera con creces el que se tiene a los padres. Es una Utopía, un horizonte hacia el que hay que caminar, no una ley impuesta “hasta que la muerte les separe”. Al proclamar este ideal, el Maestro nazareno situaba a varón y hembra, hombre y mujer, en igualdad de derechos y obligaciones para conservar, alentar y fortalecer un vínculo, ratificado por Dios. La voluntad de Dios se puede encontrar en el Evangelio, no en otro sitio; ahí nos descubre Jesús cuál es el verdadero Dios y qué es lo que este Dios nos enseña, qué es lo que Dios quiere de nosotros. ¿Cuál es la ley de Dios que impide casarse por lo civil a los divorciados? ¿En dónde está escrito que no puedan acceder a comulgar cuando esa pareja de divorciados participan en una Eucaristía? Son unas reglas impuestas por un poder clerical que es el brazo largo de la jerarquía. No, amigos míos, no hay que seguir las reglas impuestas. En el seguimiento de Jesús no hay tanta crueldad. ¿Acaso llevan en la frente una pegatina que dice “divorciado”, para que le nieguen la comunión en cualquier iglesia que quiera entrar a oír misa? ¿Dónde está en el Evangelio que una pareja no pueda casarse varias veces? ¿Por qué no puede establecer otro proyecto de vida con otra pareja? Lo esencial del matrimonio cristiano no es tener hijos, sino el amor mutuo. Mientras haya amor hay matrimonio, cuando desaparece el amor, desaparece el matrimonio. El sacramento del matrimonio no necesita “papeles” para certificar su unión. Basta con que se celebre en el seno de una comunidad cristiana que los reciba.
El recorrido que ha hecho esa pareja de divorciados para lograr una solución a su problema ha pasado por una serie de percances dolorosos por intentar adaptarse a las exigencias de la Iglesia institución. Al final, se someten a la “pastoral” de los divorciados de un cura que se inventó en la parroquia esa forma de tratar estos casos. Hay que tener en cuenta que las “pastorales”, los Consejos de Pastoral, siguen siendo estructuras de poder, que intentan dulcificar la dureza de las imposiciones dogmáticas de la IC. Por ahí tampoco encuentran ninguna solución.
Finalmente, para recorrer este camino abordan tres momentos o etapas con una andadura grupal y comunitaria; dicen ellos: 1ª Somos separados/divorciados, 2ª Somos personas, 3ª Somos cristianos. Yo les propondría una escala de valores distinta: 1º Somos personas, seres humanos, protegidos con los 30 artículos de los derechos humanos. 2º Somos ciudadanos, en una sociedad democrática, plural, que es aconfesional y que la libertad de pensamiento y de conciencia son anteriores a toda la imposición de la IC. 3º Somos creyentes y tratamos de seguir libremente a Jesús de Nazaret, con nuestra condición de divorciados, que no es ninguna maldición. 4º Nos sentimos en comunión crítica con esta IC.
En resumen: sienten un enorme rechazo de la sociedad y de la IC. Supongo que este rechazo habrá levantado olas de indignación en su interior y que habrán hecho saltar las posturas cómodas del inmovilismo para actuar claramente como factores de cambio.
Mi reflexión es la siguiente: repito lo que dije al principio, por el camino de la doctrina no hay nada que hacer. Jesús no enseñó ninguna doctrina, sino una forma de vivir. La imposición de una doctrina es propia de estructuras de poder. Jesús nunca impone, siempre ofrece, invita. No se puede esperar que la IC cambie su doctrina, porque supondría desestabilizar su poder. Este poder siempre oprime: “Echan pesados fardos sobre sus espaldas, pero ellos no son capaces de moverlos con un solo dedo” (Mt.23,4). En el camino de la fe hay que abandonar la senda de la seguridad que proporcionan ciertas doctrinas para vivir en la intemperie, es decir, en esa desinstalación, no solo económica, sino ideológica y afectiva propias del seguimiento de Jesús. Una desinstalación que es liberadora, que da soltura y facilidad de movimientos. El seguimiento no nos saca de este mundo, sino que se va realizando poco a poco, viviendo en este mundo, pero de otro modo. Al llegar a estas situaciones, hay que ser radicales, heterodoxos, como lo fue Jesús. Tiene que haber disensiones doctrinales, que por incómodas que sean, acrisolan y enriquecen la mayoría de las veces y, sobre todo, nos van haciendo más humanos, en este mundo tan deshumanizado. Que ellos se queden con sus imposiciones doctrinales: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Lc.9,60) porque no solo de doctrinas vive el creyente, sino de una forma de vida distinta. “Quien quiera seguirme detrás de mí, que renuncie a esa comodidad, que cargue con su condición y me acompañe en la vida”.
En síntesis, abandono de la vía jurídico-doctrinal impuesta por la jerarquía de la Iglesia católica con su CIC, para seguir viviendo con gozo y libertad por las sendas liberadoras del Evangelio de Jesús.
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