_Cantar-2.binEscribo estas líneas cuando dos millones de nuestros conciudadanos se aprestan a celebrar con alegría el final del Ramadán. Lo advierto porque, en el momento de leerlas, quizá a ustedes, apreciados lectores, esto les quede ya un poco lejos. Espero que a ellos, en cierto modo, también. Conviene recordar que, para los musulmanes, el Ramadán es un tiempo de interiorización en dos sentidos: hacia una relación más íntima con Dios y hacia la propia comunidad.
Pero este año no lo han tenido muy fácil, y no sólo por el calor que soportaron durante el mes de ayuno. Sobre todo, en Cataluña y, más concretamente, en Lleida. Es triste que esta tierra, tradicionalmente acogedora –los musulmanes van ya por la tercera e incluso la cuarta generación, mientras en el resto de España apenas acabamos de verles llegar- se haya convertido en la punta de lanza de un cierto acoso a los creyentes islámicos. Acoso político, por no decir oficial.
Basten tres pinceladas para ilustrar lo que digo. Del ayuntamiento de Lleida surgió la prohibición de portar el burka que fue rápidamente copiada por toda Cataluña y llegó incluso al Congreso de los Diputados. El mismo consistorio ilerdense cerró en julio a cal y canto la mezquita de la ciudad porque la asistencia al rezo de los viernes excedía en mucho el aforo permitido. Y, a comienzos de agosto, el sindicato agrario Asaja obligó a cuatrocientos trabajadores agrícolas musulmanes, también en Lleida y con el respaldo de las autoridades, a firmar un documento que eximía a sus empresarios de cualquier responsabilidad si tenían algún problema de salud mientras trabajaran durante el Ramadán.
Vaya por delante que todas estas medidas van respaldadas por su justificación legal: el burka se prohíbe para garantizar la dignidad de la mujer; la mezquita incumplía la normativa de lugares de culto; y el sindicato alegó la ley de riesgos de laborales como base de su peregrina exigencia. Pero ninguna de ellas tiene justificación real. Apenas había señoras paseando con burka por las calles leridanas. La mezquita, que volvió a abrir a las dos semanas, lleva años sobrepasando el aforo porque la construcción de otra en un polígono industrial lleva el mismo tiempo bloqueada por las propias autoridades. Y la última era un auténtico despropósito: no sólo una firma de un empleado no puede eximir a un empresario de sus responsabilidades laborales, sino que ¿cómo puede ser responsabilidad de un empresario que un trabajador ayune? ¿Y qué pinta ahí un sindicato? ¿Dónde queda la libertad individual de la persona?
Lo preocupante de todo esto es, debo insistir, la actuación oficial, por lo que tiene de reflejo social. Lo ha explicado muy bien estos días en el diario La Vanguardia Josep Playà, citando a la filósofa Martha C. Nussbaum y su ensayo Libertad de conciencia. Contra los fanatismos: “Los grupos grandes de nuevos inmigrantes suelen generar pánicos, particularmente en épocas de inseguridad general y, en especial, si los nuevos inmigrantes tienen un conjunto visiblemente distinto de costumbres y de prácticas religiosas”.
Así, frente a la aparición del burka, por minoritario que sea, o ante la presencia de pequeños oratorios que se desbordan un día a la semana, la reacción es aprobar normas que garanticen y consoliden unos derechos que consideramos intocables. Por eso, dice Playà, “No es casualidad que el mismo ayuntamiento pionero en prohibir el burka sea también el primero en aplicar a rajatabla la nueva ley de centros de culto. Y le seguirán otros ayuntamientos”.
Como explica Nussbaum, aprender a convivir con los otros sobre la base del respeto mutuo y a las leyes vigentes no significa que los inmigrantes tengan que actuar como todos los demás. Por esa razón, señala que una de las virtudes de las instituciones políticas ha de ser la paciencia, entendida como un esfuerzo pedagógico, de atención, de respeto, para que “los vagos principios abstractos” de las leyes se conviertan en una realidad con la cual “podemos aspirar a vivir juntos”.
El problema es que, en estos tiempos de tremenda crisis, con grupúsculos que juegan irresponsablemente a la demonización del “otro”, la llamada a la paciencia tiene escaso eco, cuando no se la desprecia directamente tachándola de “buenismo”. Y a ello se une la escasa sensibilidad, cerrando la mezquita a escasos días del comienzo del Ramadán, y el flagrante desconocimiento de que hacen gala las autoridades en la negociación de estos conflictos. Verbigracia, el alcalde de Lleida, Ángel Ros, que aconsejó a los fieles de la mezquita que rezaran en casa. A estas alturas, parece mentira que el imán tuviera que explicarle no sólo que el islam obliga, los viernes, a rezar juntos, sino algo tan evidente como que “el rezo no es un tema de los políticos; es un asunto exclusivamente religioso”. ¿O buscaban precisamente la previsible reacción de la comunidad musulmana?
Puede que, en realidad, no exista tal acoso. Pero eso no importa. Lo que importa es que ellos se sienten acosados. Y ese sentimiento les ha hecho celebrar este año el Ramadán más como un acto de reivindicación identitaria que como un tiempo de reflexión y oración a Alá. Así andan algunos dirigentes de nuestro país: construyendo guetos.