No hay retablo, ni bancos en Santo “Domingo de “La Cañada”. Las eucaristías de “mesa camilla” irradian una fe tan sencilla e intensa que consiguen conmover los corazones con más fuerza de lo que jamás lo podrá hacer la catedral más pomposa del mundo.
El Dios cristiano que se hizo humano para unir su suerte a la de los hombres y mujeres, especialmente la de los más débiles, castigados y oprimidos, aparece revelado, sin artificios ni máscaras, en la pequeña comunidad de la iglesia de la cañada, mejor que cualquier brillante exégesis, mejor que cualquier ingenioso discurso.
El sacerdote Agustín Rodríguez, párroco de Santo Domingo de La Calzada, declara, con serenidad, el empeño por que su iglesia sea “un punto limpio” en medio del vertedero físico y metafórico que es este lugar. No hay muchas más metáforas que puedan describir con tanta hondura el papel que la Iglesia está llamada a cumplir en nuestros días si quiere ser fiel al legado de Jesús de Nazaret.
Ángel Castiblanque, que lleva ya cinco años, junto a su mujer y su hija, pateándose la cañada confiesa que “la comunidad no puede celebrar la fe hacia dentro”. Su relato de las muchas actividades sociales (atención pediátrica, apoyo a la escolarización, sensibilización y presión política…) y eclesiales (eucaristías, comuniones, bautizos…) queda interrumpido. Se gira para buscar algo en unas toscas estanterías y vuelve con un cubo amarillo lleno de jeringuillas, que han sido recogidas con pinzas de pastelero, por los voluntarios y los niños que frecuentan la parroquia, para explicar que “ésta es una de las actividades pastorales más importantes”.
La Cañada Real Galiana se encuentra a tan solo 13 kilómetros del centro de Madrid; en sus cercanías la ciudad entierra y quema sus basuras. En el tramo de una antigua vía reservada al ganado y oficialmente protegida por ley viven, a pesar de habitar suelo público, 40.000 personas, miles de ellas en escenarios comparables a la “favelas brasileñas” o las “villas miseria” argentinas. Por el área más degradada, donde se concentra la venta de drogas, pasan al día 8.000 almas enjauladas por los tentáculos de un siniestro negocio de unos 36 millones al día de las antiguas pesetas.
Los últimos en llegar a la zona, un grupo de gitanos rumanos, ya no encontraron ubicación en los terrenos de especial protección. Su asentamiento se encuentra separado, por varias carreteras, de la vía pecuaria que pasa por Coslada, Madrid y Rivas-Vaciamadrid, pero resulta visible desde el tramo de Valdemingómez. Habitan “El Gallinero”, como se conoce a este asentamiento de unas cien familias compuestas mayoritariamente por parejas jóvenes entre las que abundan las mujeres embarazadas.
La técnica constructiva no dista mucho de la empleada en otra zona próxima conocida como “la cañada sin asfaltar”, donde residen los gitanos y payos españoles. A estos hogares no llegan los servicios públicos de agua, saneamiento y electricidad. Con bidones usados, acarrean el líquido que necesitan para beber, cocinar y lavarse, exponiéndose a todo tipo de infecciones. Empalman cables viejos al tendido eléctrico y calientan el interior de sus hogares con cocinas vitrocerámicas permanentemente encendidas, con el riesgo evidente de incendio.
La mezcla de dejación y miseria ha dado como resultado un paraje dantesco e indigno, difícil de digerir por el género humano. La escena de una madre amantando a su bebé, a las puertas de una destartalada casa donde sirven droga ejemplifica como pocas imágenes, la tensión irresoluble entre la vida y la muerte. El tramo de la cañada próximo a Valdemingómez, apenas unos kilómetros de bache y asfalto desgastado, soporta un tráfico constante, a veces seguido de cerca de una impotente patrulla policial y otras, alborotado por “quads”, motos de cuatro ruedas, conducidos por inocentes menores acostumbrados a disfrutar de los beneficios de un comercio inmundo.
Abandonados y olvidados por sus semejantes, algunos habitantes de la cañada apelan a Dios, tal vez lo único incorruptible que les queda. Hay dos mezquitas en los territorios que ocupan los marroquíes, uno a continuación del “narcohipermercado” y el otro en el sector norte de Rivas. Musulmanes y cristianos han coincidido puntualmente en actos festivos y de denuncia. Las mujeres de la comunidad islámica participan en los proyectos educativos que organiza la Asociación “El Fanal”, uno de los colectivos pioneros en la zona, mientras que los menores árabes no tienen problemas para jugar junto con los rumanos o españoles.
Jesús Moreno, un miembro de la comunidad, confesaba que no se sentía voluntario en la cañada, sino un mortal más “obligado por el escándalo que es la cañada” que además recibe sus “contraprestaciones que, aunque no económicas, sí son en especie: sentido de la vida, cercanía, fraternidad, alegría, confianza en Dios…” “Acudo convocado por el compromiso que tengo con los demás amigos de la parroquia con los que comparto una misma manera de mirar la cañada y junto a los que celebro con gozo la eucaristía que es el centro y motor de la vida”, completa.
Antonio García Rubio, el otro párroco de la cañada, reflexiona y comenta que “para cualquier cristiano existe, ante todo, un lugar con todos los visos de ser verdadero y auténtico: el Gólgota, el lugar en el que Jesús fue clavado y martirizado. Es ahí donde se nos hacen presentes la verdad desnuda y las mentiras de la existencia”. Recuerda que al ver la cruz y la humilde iglesia, rodeada de “los nuevos leprosos de nuestra sociedad” comprendió que allí estaban “los más queridos de los hijos e hijas de Dios, que allí estaban mis hermanos y hermanas”. Así que allí se quedó.
El cura Vidal Pérez mantuvo durante años como pudo la atención a los vecinos que se acercaban a la iglesia. Hasta que se marchó. En año y medio que estuvo vacante, el edificio se llenó de escombros y quedó medio en ruinas. Hasta que Ángel Arrabal consiguió ser nombrado el nuevo párroco allá por 2005. El entonces sacerdote logró reunir a un grupo de voluntarios para poner en marcha todo un proyecto social y pastoral. A él le tocó asistir a la invasión de droga y acabó por renunciar a su puesto. Cerca de medio año, tardó el arzobispado de Madrid en encontrar, entre los ordenados, a un sacerdote dispuesto a continuar con la labor iniciada. Entre tanto, la comunidad siguió con sus actividades, encontraron en el jesuita Vicente Pascual y en el cura de San Carlos Borremeo Javier Baeza, apoyo puntual para las celebraciones pastorales y el cuidado de la fe.
En realidad, fueron dos, Agustín Rodríguez y Antonio García Rubio, los que acabaron siendo párrocos “in solidum”, una figura canónica poco utilizada que no significa más que compartir entre varios un mismo puesto, de Santo Domingo de “La Cañada”. “Pensaba que si la Iglesia no estaba ahí, perderíamos legitimidad”, declara Agustín. “Le comuniqué al obispo que asumía el mayor de los retos que la historia me podría plantear y el mayor regalo que nadie pudiera ofrecerme”, apunta su compañero Antonio.
Santo Domingo “de La Cañada”, una comunidad sin más poder que el de reunir corazones compasivos ni más discursos que el de la acción social y pastoral encarnada en el centro de la miseria humana, propaga el rumor de un Dios misericordioso y compasivo. Pero sobre todo, permite a muchos seres humanos seguir mirando a los ojos de sus semejantes, en busca de la divinidad que los habita y les rodea.
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