¿Se puede solucionar un conflicto sin utilizar la fuerza? O, mejor pensado, ¿se puede solucionar de verdad algún conflicto utilizándola? A pesar de las muchas y repetidas experiencias, los seres humanos no hemos asumido que la violencia es la peor no-solución para cualquier problema. El mínimo desencuentro entre dos personas, organizaciones, empresas o países empeora drásticamente cuando una parte opta por usar la fuerza contra otra. O cuando las dos se sienten agredidas y, por lo tanto, justificadas para agredir. Distintos tipos de desencuentros y también distintos tipos de injusticia más o menos visibles dan lugar a diferentes tipos de violencia. Y no es fácil ser consciente de las causas. Del mismo modo que nos parece brutal e intolerable que mueran niñas y niños en una guerra en Irak o el Congo, no somos conscientes de que el petróleo de nuestro coche o los minerales de nuestro móvil vienen de ese lugar y de que esa terrible violencia, al fin y al cabo, la financiamos nosotros mismos a través de una sencilla cadena de valor.
Pero también existe la violencia sin sangre, mucho más sutil. En nuestra vida cotidiana, a través de sólidas estructuras de poder e injusticia, aceptamos y toleramos con frecuencia la violencia como algo natural. Solo hay que fijarse en lo que hacen o dicen algunos padres mientras sus hijos juegan al fútbol. Está en nuestras palabras más coloquiales (¡es tan común decir “te mato” o “te doy”, incluso entre personas que sabemos que nunca lo harían!). Está en nuestros refranes (“quien bien te quiere…”), en los medios y la red (esas tertulias televisivas, o los comentarios de los foros, que no dejan mediar palabra entre insulto e insulto), en las películas que vemos… Muchas veces escondida, siempre dispuesta a asomar.
Pero también hay muchos ejemplos, desde Jesús de Nazaret, pasando por Ghandi, hasta nuestros días, que muestran cómo subvertir la costumbre y poner la otra mejilla permite salir de terribles situaciones de opresión, e incluso lograr cambios revolucionarios. Merece la pena encontrar esas semillas de paz, de futuro, de felicidad.
Hay, en la historia y en la actualidad, ejemplos que han inspirado a muchas personas a utilizar la “noviolencia” (así, convertida en una sola palabra y un solo concepto) y la “fuerza de la verdad” que defendía Gandhi. Uno de los más conocidos es la Comunidad de Sant’Egidio, eficaz mediadora en conflictos como los de Mozambique, Burundi o Nepal, a través de estrategias de diálogo y construcción. Y muchos otros -como los años de lucha sin armas de los trabajadores agrícolas en Estados Unidos o las comunidades palestinas de Ramallah- muestran que, a través de la resistencia, la imaginación y la conciencia de sus derechos, los más vulnerables pueden vencer a poderosas empresas y gobiernos.
Hay quienes piensan que la semilla de la “noviolencia” podría estar brotando también en el movimiento 15-M, especialmente en su forma de resistir a los violentos desalojos de las plazas. ¿Dejaremos crecer la semilla de la paz en nuestro propio interior?