Para familias, colores

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Foto. Matthew BurlingSeguro que les suena. Hablamos de una familia de inmigrantes formada por una madre, que lo fue cuando era adolescente, embarazada de un padre desconocido (luego se supo quién fue); casada con un hombre que le doblaba en edad y que se juntó con ella sin conocerla y casi forzado por su buen corazón. Tuvieron un hijo en tierra extraña y este les salió un poco rebelde. Desde muy joven iba por libre y terminó yéndose de casa antes de los treinta.

La familia descrita se nos ha mostrado durante siglos de cristianismo
como el modelo ideal, el espejo en el que debía reflejarse todo buen
hogar creyente. Siendo tan particular, se la llamó “sagrada”, y
con mucha razón. Lo que ya no fue tan razonable es que, desde la propia moral católica, se condenara a los infiernos a otras formas de entender el amor, la paternidad, la maternidad y la construcción de un núcleo familiar.

¿Por qué ha costado, cuesta tanto, a una sociedad moderna como la
española del siglo XXI, asumir la riqueza que llevan consigo familias
monoparentales, las formadas por gays o lesbianas, las de parejas
divorciadas o separadas que se unen a otras personas y que aportan sus hijos e hijas? ¿Y qué decir de la jerarquía eclesiástica? De esto
último casi mejor ni hablar. Su concepto decimonónico sobre el amor y
las relaciones entre personas que deciden vivir juntas hiere la
sensibilidad de cualquiera que acepte la capacidad del ser humano para elegir, desde la libertad que el Padre nos regaló al nacer, al lado de quién queremos construir nuestra vida.

Ahora que la crisis económica golpea sin piedad y los gobiernos en el
poder hacen todo lo posible por derruir un sistema de protección
social público y gratuito, la familia se convierte en la única y última red
que sujeta a quienes caen. Así, en España, el número de personas en
situación de extrema necesidad social y asistencial resulta inferior
del que podría ser si no existiera la cobertura que dan los afectos de
quienes “comparten la misma sangre”. Un dato explica esta
afirmación: más de 300.000 familias españolas en las que no trabaja
nadie dependen de la pensión de una persona anciana. Nuestros mayores, tan abandonados, tan olvidados por un mundo que ensalza la juventud y la belleza física por encima de la sabiduría y la experiencia, han asumido el papel de sostén de su prole y de la prole de su prole.

La solidaridad de los afectos también se plasma entre quienes tienen
en casa a una persona enferma o con una discapacidad física o psíquica grave. También en estos casos la familia se presenta como un espacio de relación de una fortaleza enorme, sustentado en el amor sin límites, siempre dispuesto a atender a quien más lo necesita. En realidad, la familia compuesta por María, José y Jesús nos enseña siempre que la generosidad, la comprensión y la confianza son el mejor abono para que la vida dé frutos de amor. La familia, cuando el mundo se tambalea y parece perder sus referentes, sigue ofreciéndose como una realidad gozosa, llena de salud. Eso sí: una familia tan plural y tan diversa como aquella de Nazaret a la que rezamos.

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