La especial iluminación de nuestras ciudades, el reclamo de los centros comerciales, las colas para adquirir un décimo de lotería… Todo nos va avisando de que se acercan las Navidades. Y todo ello en medio de una crisis general (económica, social, ética, política) que está generando enormes dosis de sufrimiento en las personas. Todo parece ser un conglomerado confuso de aspectos contradictorios: una alegría un poco forzada, luces parpadeantes entre terribles sombras, aglomeraciones de masas que disimulan una gran soledad, dispendios económicos en medio de un empobrecimiento general…
Ante esta situación, un grupo de personas cristianas de base nos hemos reunido para reflexionar sobre qué puede significar para nosotros vivir la Navidad. El fruto de esta reflexión lo recogemos y exponemos en este texto, que quisiera ser una mirada atenta a la realidad con los ojos puestos en Jesús, ese Jesús cuyo nacimiento vamos a celebrar estos días.
Parece evidente que hemos pasado de la percepción de vivir en “el mejor mundo de los posibles” a la de vivir en un mundo hostil y, además, con una hostilidad que puede ir en aumento. Este fenómeno se concreta en dos situaciones objetivas: el empobrecimiento relativo de las mayorías y el empobrecimiento severo de una minoría. El primero consiste en no poder mantener determinados niveles de bienestar y se expresa socialmente, se hace visible. El segundo, por ser minoritario, es empujado a la exclusión y al silencio. Podría decirse, incluso, que el relativo empobrecimiento de la mayoría está acallando o haciendo pasar a un segundo plano el empobrecimiento severo de la minoría.
Ante ese panorama es necesario que cada uno de nosotros reconozcamos la parte de responsabilidad que tenemos en esta situación. No pensemos que la dualidad descrita se refiere exclusivamente a las clases privilegiadas y el resto, no; nos afecta también a quienes estamos en el nivel social de las clases medias en relación a la pobreza de una capa minoritaria, pero cada vez más importante de la sociedad. Las clases privilegiadas no pueden echarnos en cara el “vivir por encima de nuestras posibilidades”, pero lo pueden hacer los pobres y desheredados de unas condiciones mínimas de vida. Si no asumimos la responsabilidad que nos toca, difícilmente caminaremos hacia horizontes de equidad y justicia.
Curiosamente, el empobrecimiento severo se aborda más desde planteamientos próximos a la caridad, mientras el relativo se hace desde planteamientos más sociales, políticos y sindicales. Es llamativa la indolencia e inmovilismo de los movimientos y organizaciones sindicales y políticas ante la pobreza severa. Tampoco dentro de la Iglesia tenemos las manos limpias: la necesaria caridad empaña a veces la exigencia de un orden económico, social y político que acabe con la pobreza y la indignidad.
Necesitamos, en consecuencia, un cambio cultural que sea, a la vez, personal y comunitario. No podemos seguir considerándonos solo sujetos de derechos. La situación requiere de nosotros una predisposición al reparto y poner como centralidad la búsqueda del bien común, que no significa solo buscar el bien de la mayoría sino, más bien, erradicar la pobreza y la miseria de las minorías. Significa, también, sumar iniciativas y no restar. La urgencia del momento requiere dejar en un segundo plano lo que nos separa y buscar lo que nos pueda unir. No son momentos para esgrimir una sigla, un rótulo, una bandera, sino para aunar esfuerzos por una amplia mayoría que vaya a transformar real y efectivamente esta situación de injusticia. Y ello implica que cada uno nos preguntemos: “¿Qué hago yo ante esta situación”? Porque, si no, difícilmente nos plantearemos: “¿Qué vamos a hacemos entre todos”?
Vamos a celebrar la Navidad puestos los ojos en Jesús y esto no puede significar otra cosa que ponernos a trabajar por la vida. Porque en Jesús entró en la Historia la nueva humanidad. Jesús es un adelantado de un mundo futuro con menos desigualdades, con menos agresividades, con menos miserias. No nos acostumbremos a la navidad meramente comercial. Que las luces y el espumillón no nos cieguen los ojos y la conciencia. Que los reclamos comerciales del consumismo no nos despisten de lo que celebramos: el absoluto, lo trascendente, se ha hecho carne, se ha hecho algo pequeño y frágil; Dios se ha encarnado en nuestra estrecha finitud para combatir el mal y crear lo bello, lo justo y lo bueno. Que, como el profeta Isaías, podamos decir:
“Porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren. Para vendar los corazones desgarrados. Para proclamar el año de gracia del Señor”.
En medio de los terribles problemas vivamos con alegría los signos positivos que también observamos alrededor: el trabajo de las organizaciones no gubernamentales, la creciente toma de conciencia de la dignidad de las persona, la aparición del papa Francisco, las iniciativas que, sobre la vivienda, están tomando los cristianos de Zaragoza, el trabajo incansable de organizaciones por la defensa de los derechos humanos, la aparición de movimientos y organizaciones políticas que cuestionan el actual orden económico y político… Todo es pobre e insuficiente, pero son signos de que algo se puede hacer o alumbrar, de que algo nuevo puede nacer (esto es Navidad). Dom Helder Cámara decía: “Dichosos vosotros que soñáis y lucháis, porque correréis el dulce riesgo de ver realizado vuestro sueño”.
Amigos, amigas: ¡Feliz Navidad! Zorionak!
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