1. ¿Cuál es su lectura de lo que sucede en Cataluña en estos momentos y las salidas posibles?
Se vive un momento histórico de gran importancia que yo sigo con mucho interés, observando el dinamismo de la sociedad catalana. Enfrascados en el debate político, nos olvidamos, a veces, del vibrante debate social: nunca había visto a tanta gente, de tantos colores políticos distintos, preocupada y ocupada por la situación de Cataluña con tanta responsabilidad. Es apasionante seguir el curso del debate.
¿Salidas? Hasta ahora había procesos. Ahora vemos que habrá salidas. Algo tiene que pasar. El pueblo catalán es negociador y sabrá encontrar el tono y el modo para que las posibles salidas sean satisfactorias para la mayoría. De entrada, se tiene que dilucidar qué pasa con el derecho a decidir que reclama la sociedad catalana.
Para muchos, la situación actual de encaje en España es la ideal y no debería moverse nada. Para otros –la mayoría-, es el momento de poder hacer oír la voluntad del pueblo reflejada en las urnas. Yo nací en 1973. Nunca había visto mi tierra con esta efervescencia y este nivel de debate político. Es algo que permea a toda la sociedad, no es una entelequia politicoide trasnochada. Es muy interesante ver tanto debate, a nivel familiar, profesional, colectivo, eclesial… Este proceso implica a toda la sociedad y nadie se siente ajeno. Nos ha obligado a ahondar en nuestra historia y esto es muy bueno.
2. ¿Qué cree que debe y puede hacer la Iglesia catalana en esta coyuntura?
Aportar serenidad, argumentos, cohesión, plataformas para el debate, jornadas de oración, talleres de diálogo, conferencias explicativas, foros abiertos (me gustaría ver una mesa redonda en Madrid, por ejemplo, con intelectuales católicos catalanes y españoles debatiendo).
Me permito decir lo que no debería aportar: silencio, ambigüedad, miedo, partidismo, crispación.
Lo que me parece superfluo en este contexto son declaraciones que nieguen la libertad de expresión, tanto de fieles rasos como de autoridades eclesiales: todo el mundo puede y debe poder expresarse. Y la Iglesia es una casa en la que uno tiene que sentirse a gusto, una casa grande en la que los fieles viven y expresan su posición sobre temas que conciernen a la vida y la sociedad. Echo de menos un tono valiente y amable cuando se habla de nacionalismo. En este sentido creo que son positivos los esfuerzos por desacralizar la nación y también por argumentar que las naciones tienen derecho a existir, como dijo, textualmente, Juan Pablo II: “Nadie está nunca legitimado para afirmar que una determinada nación no es digna de existir: ni un estado, ni una nación, ni ninguna organización internacional”.
Atañe a todos los fieles la reflexión en voz alta sobre lo que ocurre. Incumbe también a las comunidades saber acoger a quien piensa distinto de la mayoría. El kairós actual demanda escucha, comprensión y buen humor, que a veces falta. Y, sobre todo, hacen falta palabras clave como debate, diálogo, pacificación, mutuo entendimiento, coraje, esperanza, justicia… Y vosotros, los medios, tenéis aquí una enorme responsabilidad.
Miriam Díez Bosch, periodista especializada en religión. Directora del Observatori Blanquerna Comunicació, Religió i Cultura