Como principio supremo, y en plena coherencia con el Evangelio, una sociedad samaritana sería aquella en la que lo más importante es “ver lo que queda en los márgenes del camino y detenerse” frente a otras ideologías políticas para las cuales el progreso materialista está tan por encima de lo demás que “podemos pasar de largo” y dejar en la cuneta a quienes no siguen el ritmo o pueden hacernos perder velocidad en nuestro avance imparable, no se sabe bien, hacia dónde.
La Iglesia y los cristianos no podemos permanecer callados. Ya insistía Monseñor Óscar Romero, en 1979, en su cuarta Carta Pastoral, que “la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al Evangelio si dejara de ser voz de los que no tienen voz, defensora de los derechos de los pobres, animadora de todo anhelo justo de liberación, orientadora, potenciadora y humanizadora de toda lucha legítima por conseguir una sociedad más justa”.
“Es necesario denunciar la existencia de unos mecanismos económicos, financieros y sociales, los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcionan de modo casi automático, haciendo más rígida las situaciones de riqueza de los unos y de pobreza de los otros”. Esta denuncia pertenece al mismísimo Juan Pablo II, el que algunos consideran figura determinante en la caída del comunismo, quien dejó escritas estas palabras allá por 1987, en su Encíclica “Sollicitudo Rei Sociales”, dada a conocer al cumplirse el vigésimo aniversario de la “Populorum Progressio” de Pablo VI.
Aunque de las altas esferas de la Iglesia casi sólo nos llegan noticias sobre los reiterados llamamientos a la rectitud en materia de hábitos personales, preferentemente sexuales, el magisterio eclesial en cuestiones sociales es muy claro al defender a los trabajadores frente al capital, el bien común frente a la apropiación del beneficio y el destino universal de los bienes frente a la propiedad privada.
Raúl Vera, obispo mexicano de Saltillo-Coahuila, proclamaba hace poco que “quienes profesamos nuestra fe en Cristo y lo vemos resucitado y constituido Rey del Universo y Señor de la historia, no podemos callar ni dejar de trabajar por mejorar las cosas ante un modelo económico cargado de injusticias promotor de tanta pobreza, desempleo y corrupción en todos los niveles”.
Se podría caer en la tentación de pensar que se trata de un obispo valiente, pero al fin y al cabo, excepción. Pero es que hace poco menos de un año, la Conferencia Episcopal de Latinoamérica declaró, en la ciudad brasileña de Aparecida, que “la globalización, tal y como está configurada actualmente, no es capaz de interpretar y reaccionar en función de valores objetivos que se encuentran más allá del mercado y que constituyen lo más importante de la vida humana: la verdad, la justicia, el amor, muy especialmente, la dignidad y los derechos de todos, aún de aquellos que viven al margen del propio mercado”.
Rouco y la avaricia
En nuestro país también Rouco ha alzado la voz de alerta. En la Asamblea Plenaria de noviembre de 2008, invitaba a sus compañeros a hacer una reflexión sobre “si la vida económica no se ha visto dominada por la avaricia de la ganancia rápida y desproporcionada a los bienes producidos; si el derroche y la ostentación, privada y pública, no han sido presentados con demasiada frecuencia como supuesta prueba de efectividad económica y social”.
Más allá de los reproches, también hay propuestas políticas inspiradas en la doctrina católica que animan, por ejemplo, las declaraciones de Cáritas, que en su intento por superar el asistencialismo, ha destacado, por boca de su secretario general, Silverio Agea, que “el empleo es la herramienta más digna para acabar con la pobreza”.
La ONG católica pone énfasis en las políticas de protección social y en el apoyo a la generación de empleo. Se ha sumado a la petición de un Pacto de Estado por la Inclusión Social y por el Empleo, que coordine el trabajo de Ayuntamientos, comunidades autónomas y Estado. También, reivindica el aumento del Salario Mínimo Interprofesional a 800 euros. Agea por ejemplo, insistió en la necesidad de favorecer la flexibilización horaria de la jornada laboral, relanzar la implantación de las 35 horas y potenciar el autoempleo.
En un programa político verdaderamente humano cabe la defensa de los servicios públicos que respondan a las necesidades sociales, a salvo de la lógica del lucro, así como la implantación de una renta básica ciudadana, además de una nueva regulación de los mercados financieros que desincentive los comportamientos codiciosos y haga más transparente el negocio bancario.
Disponemos de herramientas valiosas, tanto en el plano simbólico como en el práctico, que abren nuevos caminos, como pueden ser las empresas de la economía social y solidaria, la banca ética, la democracia participativa…, y los cristianos, movidos por la fe en el Resucitado, no deberíamos permanecer al margen. Una buena oportunidad para reflexionar y discernir el compromiso que nos reclama esta época será el XXIX Congreso de Teología organizado por la Asociacion de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, del 3 al 6 de septiembre (www.congresodeteologia.info). El paraíso en la tierra no está al alcance de la mano, ni mucho menos, pero debemos ponernos en marcha hacia la utopía, aceptar nuestro compromiso por el Reino de Dios, aunque sólo fuera por avanzar un poco.