Las imágenes desgarradoras de inmigrantes procedentes del África subsahariana recogidos en las costas del sur (Cádiz o Canarias) han desaparecido de los telediarios veraniegos desde hace un par de años. Al menos ya no se ven más que esporádicamente. ¿Acaso han dejado de tirarse al mar en cayucos miles de seres desesperados dispuestos a todo por lograr una plaza para El Dorado? ¿O es que las mafias han tirado la toalla en su propósito de introducir de forma clandestina, por ejemplo, a nuevas esclavas sexuales para alimentar el rentable negocio de la prostitución?
Que nadie se engañe. Pese a todos los intentos de impedir que ‘hordas de hambrientos vengan a poner en peligro nuestro lujoso chiringuito’, los intentos por conseguir un billete al paraíso siguen costando demasiadas vidas humanas. Las fronteras se hacen cada vez más inexpugnables y las leyes más inhumanas, al tiempo que no son pocas las voces que se alzan para denunciar que ya está bien de pisotear los derechos que les asisten a estos seres humanos que sólo pretenden un futuro que mejore un presente calamitoso.
Paralelamente, la realidad nos conecta con la hipocresía criminal que distingue las políticas de control migratorio. Conscientes de la necesidad que acucia a miles de millones de personas que habitan el Sur pobre del planeta, los responsables políticos del Norte rico se dedicaron, en primer término a blindar las fronteras para impedir que nadie que ellos no quisieran las traspasara. Cuando la tozuda realidad demostró que la desesperación era capaz de saltar cualquier valla, por alta que ésta fuera, las naciones opulentas optaron por alejar la alambrada de sus límites territoriales. Era una forma astuta de mandar a dormir a las conciencias porque, como dice el refrán: ojos que no ven, corazón que no siente.
Así, países como España y Estados Unidos, ambos sometidos a una fuerte presión migratoria, convencieron a sus vecinos del Sur para que fueran ellos los que se encargaran de hacer el trabajo sucio. En el caso de España el apaño se hizo con los dirigentes de los países africanos de los que partían las pateras y cayucos. La solución pasaba por la firma de convenios de cooperación que repartían unos cuantos millones de euros para comprar fragatas guardacostas y potenciar el control marítimo de las costas de Senegal, Mauritania o Guinea. Además, la operación se maquillaba con programas de formación para evitar que sus habitantes se vieran obligados a emigrar. El único detalle que pasaron por alto (por supuesto que sí lo saben, pero les importa un bledo que así sea) es que los profesionales formados se van a topar con un mercado laboral, en su países de origen, con porcentajes de paro que triplican el que tenemos en España.
Mientras el océano se sigue tragando a cientos de seres humanos en silencio. Porque si hay algo cierto es que nada va a detener su ansía de progresar. Siempre son los mejores, los y las más valientes quienes se embarcan a riesgo de morir en el intento. Esas mismas personas que, si logran entrar, siguen colaborando, junto a otros dos millones de inmigrantes extranjeros, en sostener el sistema público de pensiones, evitando con sus aportaciones a la Seguridad Social que el Estando del Bienestar español se derrumbe como un castillo de arena.
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