La reforma agraria en Brasil se ha convertido con el paso de los siglos en una deuda social siempre pendiente de ser pagada. Los que más tienen, los grandes terratenientes que poseen inmensas extensiones de terreno agrícola, muchas veces convertido en tierra improductiva dedicada a alimentar al ganado o, en el peor de los casos, deforestada por multinacionales sin escrúpulos, no van a ceder motu proprio lo que por justicia no les pertenece. En este proceso de cambio, pocas veces defendido desde el poder político, organizaciones comunitarias y muchas veces vinculadas a la Iglesia de los pobres, como el MST (Movimiento de los trabajadores Sin Tierra), desempeñan un papel central.
Muchas de las promesas hechas por Lula da Silva hace siete años, cuando fue elegido presidente de la república de Brasil, se han incumplido, y este hecho ha generado desencanto entre las clases menos favorecidas. Lula, un militante de movimientos sociales partidarios de un reparto más equitativo de la tierra, se ha rendido a la coacción de los grupos de presión y ha terminado claudicando con uno de los proyectos sociales que más esperanza despertó al comienzo de su mandato. Ello ha llevado al MST a reforzar su estrategia de ocupaciones de tierras. Y por lo que cuentan los números, el fenómeno ha adquirido dimensiones significativas: en 2008, militantes del MST realizaron 131 ocupaciones que permitieron a 20.000 familias de campesinos empobrecidos aspirar a una vida mejor.
En un momento en que tanto se defiende el término sostenibilidad, confrontándolo con el de desarrollo voraz, la apuesta del MST emerge como un modelo de cómo se deben hacer las cosas. Y no sólo en el discurso. Buena parte de las haciendas ocupadas por los y las militantes del MST en la década de los 80 son hoy pequeñas pero sólidas explotaciones agrícolas. La vuelta a técnicas tradicionales, menos dañinas para el planeta y puestas en práctica en fincas de extensión reducida, unido a la eliminación de los intermediarios y el arraigamiento en los mercados próximos, ha transformado a miles de familias de personas condenadas en el pasado a la miseria, en trabajadores orgullosos de compartir medios de producción en el marco de cooperativas.
La lucha de un campo que se niega a desaparecer bajo la voracidad del Mercado, continúa en España aunque su visibilidad sea escasa. Nuestro país que hace unas cuantas décadas tenía en la agricultura su principal pilar económico, repite los esquemas de desigualdad (con sus lógicas diferencias) en el reparto de la tierra. Los pequeños agricultores han tenido que recurrir a la creatividad para sobrevivir. Así se han creado alianzas entre productores y consumidores teniendo a la agricultura ecológica como principal referencia. La salud y el respeto a la naturaleza son dos principios defendidos cada vez por más gente. Conscientes del progresivo tirón que estos argumentos provocan en la acción de compra, cooperativas y pequeños productores han hallado aquí su nicho de mercado.