Corrupción

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Foto. Zoë McCloskey CCLa corrupción ha comenzado a ser considerada como uno de los problemas importantes en este país y en este momento. Sin embargo, no se ha oído una voz de la Iglesia, un silencio tanto más llamativo cuanto en cualquier conversación se oye la voz indignada de los ciudadanos.

Ciertamente es fácil escuchar en cualquier reunión esas voces indignadas. Y, sin embargo, ¿no traducirán una secreta envidia? En las últimas elecciones los corruptos han recibido los mismos votos que tuvieron antes de conocerse su corrupción. Acaso los votantes premiaban un logro que ellos no habían tenido ocasión de materializar. Puede que el que pide o da facturas sin IVA, el que piratea discos o libros no deje de admirar, sin confesarlo, a quienes han podido encontrar grietas más grandes en el sistema, ésas que les han permitido hacerse ricos. Ya dijo Jesús que quien esté libre de pecado tire la primera piedra.

Los exégetas han puesto muchas veces de relieve la actitud ambigua de Jesús ante la ley. Por un lado afirma que ha venido a cumplirla y, por otro, la quebranta constantemente. El teólogo francés Duquoc ha propuesto una interpretación original: Jesús nos descubre que el otro -y en especial el marginado- nos interpela. Somos en la medida en que nos abrimos al otro y la finalidad de la ley es abocarnos a esa relación. Cuando, por el contrario, la enmascara, la ley ha perdido su legitimidad. Las leyes de Moisés, orientadas en gran medida a la defensa de la viuda y del huérfano, acabaron en su práctica cerrando esa perspectiva. “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque devoráis las casas de las viudas y, como pretexto, hacéis largas oraciones; por esto recibiréis mayor condenación”. (Mt 23,14)

La ley no es solo una forma de organizar la convivencia de un grupo humano. Si esa función es relevante, no puede ser la decisiva. Para un cristiano el punto de referencia de una ley debe ser el pobre, el que por una u otra razón se ha convertido en marginado. Cada vez más las sociedades deberían caer en esa cuenta. Cierto que eso no es evidente. En la mentalidad neoliberal los pobres son culpables. La sociedad está abierta para todos y llena de oportunidades; no hay, pues, que tener en cuenta -y menos subvencionar- a quien no sabe o no quiere aprovecharlas. Las leyes bastante hacen garantizando el orden establecido.

Entre nosotros -somos un país civilizado- las leyes penales pretenden sin duda asegurar el orden social. Condenan, sin embargo, con seis años a un presidente autonómico al que se han probado cuatro delitos graves y con siete a un adolescente que llevaba 400 gramos de heroína y que ya se ha rehabilitado. Es muy evidente hacia dónde dirigen su vista los legisladores.

Una mirada creyente a la corrupción debe, de igual modo, ponerse en el punto de vista de los pobres. Por muy evidentes que sean, no es la indignación ni el escándalo lo primero sino el dolor por la afrenta y el despojo a los pobres. Aquel gran creyente y polemista que fue Georges Bernanos escribió una vez: “La astucia recomienda respetar a los poderosos. Pero, ¿y si éstos lo fueran únicamente por la complicidad de los maduros, de los ancianos que los respetan? Respetar a los poderosos… ¿Y si intentáramos ahora respetar a los débiles, a ver qué pasa? Para los poderosos el honor, para los débiles la cariad. ¿Y si hicierais a los débiles la caridad del honor? Esta aventura jamás ha sido intentada” porque “es más fácil escandalizar a los débiles que ofender a los fuertes, ya que la cólera de los fuertes estalla de inmediato mientras que el escándalo de los débiles tarda en madurar”. Entre nosotros, el escándalo de los débiles ya ha madurado.

En una carta desde la Guerra Civil de España dirigida al escritor francés, Simone Weil ponía de manifiesto cómo, en determinadas circunstancias, si se puede matar se mata y finalmente está mal visto asistir a esas muertes y no aprobar el que se produzcan. Los corruptos no solo roban y atesoran sino que ayudan a crear un clima en el que robar y atesorar sean algo aceptable. Por eso el escándalo de los débiles es aún más necesario.

Como ya soy mayor, me da por traducir a pesetas las cantidades grandes. Así me hago una mejor idea. En consecuencia, he multiplicado por 166’38 los 22 millones que el señor Bárcenas tenía en Suiza. Me ha salido la cantidad de 3.660 millones de pesetas. Es decir, lo que unas 3.500 familias mileuristas hubieran gastado viviendo durante un año. ¡Ay de vosotros, tesoreros, presidentes, alcaldes!

Ante esas grandes cantidades que airean los medios de comunicación, las negativas de algunas diócesis a pagar el IBI de propiedades que han reivindicado parecen una ridícula caricatura. ¿Y el albañil, que da una nota sin IVA?, ¿y el dentista, que ni siquiera da un papel? Ya dijo Jesús: “¿Pensáis que éstos eran más pecadores?”. No, ciertamente. Sin duda todos lo somos, pero unos más que otros. Más porque traicionaron una confianza, más por las cantidades defraudadas, más porque favorecen un sistema que les permite salir relativamente indemnes.

Por eso es el momento de escuchar las voces que vienen de abajo y que, siguen la recomendación de Unamuno en su Vida de D. Quijote y Sancho “¿Tropezáis con uno que miente? Gritadle a la cara: ¡Mentiroso! ¿Tropezáis con uno que roba? Gritadle a la cara: ¡Ladrón! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías a quien oye la gente con la boca abierta? Gritadle a la cara: ¡Estúpido!”. Es que lo son.

Parece de entrada que no hay que dudar sobre la palabra urgente y ésa es una palabra de condena movida por la indignación. Sin embargo no hace tanto, en una tertulia televisiva, se aducía que si el número de los corruptos es tan alto es porque todos participamos de ese espíritu. Lo que ocurre es que no tenemos ocasión. Cuando se ocultan datos a Hacienda, cuando se piratea un disco o un libro, ¿no se participa de esa actitud dispuesta a apropiarse de algo que se encuentra a mano? “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, decía Jesús, consciente de nuestra participación en un mal derramado en toda sociedad.

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