El pasado 14 de octubre el president de la Generalitat, Artur Mas, comparecía ante los medios de comunicación reconociendo la imposibilidad de seguir adelante con la consulta amparada en el decreto del parlamento autonómico. Esta convocatoria quedaba abortada al ser recurrida la ley ante el Tribunal Constitucional por el Gobierno central. Ese mismo día, Mas anuncia que la ciudadanía catalana podrá votar en una consulta alternativa, con la doble pregunta formulada, constituyendo las mesas electorales con voluntarios y sin garantías legales. La idea anunciada es realizar un sucedáneo en locales propios, en todos los municipios catalanes con “miles de mesas de votación”. Además de con unas 20.000 personas voluntarias, también esperan contar con el apoyo de asociaciones civiles, especialmente la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural.
Las reacciones no se han hecho esperar y los distintos actores políticos ya han mostrado sus cartas. Desde la petición de declaración unilateral de independencia de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) o la convocatoria de “elecciones plebiscitarias”, donde el president quiere una lista unitaria con los republicanos encabezada por él mismo. El líder de Unió, Durán i Lleida, ha iniciado contactos con el Partit Socialista de Cataluña (PSC), para aislar a ERC. El presidente Rajoy ve una oportunidad para que se imponga “el criterio del diálogo y la ley”, a pesar de que, que se sepa, no se está dando ningún tipo de contacto entre administraciones.
La foto fija en Cataluña a día de hoy: frustración y decepción de los sentimientos de la ciudadanía, ruptura entre el bloque soberanista, falta de diálogo entre el Gobierno central y la Generalitat para encauzar los deseos votar.
¿Cómo abordar ahora esta nueva vuelta de tuerca en la encrucijada? Las posiciones están muy enrocadas y unos y otros apelan a los sentimientos. ¿Qué hacer cómo cristianos y cristianas? Pues no convertirnos en “creyentes aguados”, término que acuñaba el propio papa Francisco para definir a quienes se dicen creyentes pero que no se implican en los cambios y transformaciones de su entorno social. Servir de fermento para encauzar los ánimos hacia las legítimas aspiraciones de la ciudadanía. La política, en sentido amplio, debe facilitar el pacto con las diferentes sensibilidades, que vaya más allá de los partidos políticos y sus siglas. Lo que sucede en Cataluña nos afecta a todos y todas.
Adela Cortina y Victoria Camps, ambas catedráticas de filosofía moral, creen que toca mejorar la democracia, buscar nuevos mecanismos de participación que faciliten nuevos marcos de convivencia y fomenten la justicia social. “Optar por un modelo de Estado u otro no es una exigencia urgente, sino una cuestión importante, que puede y debe plantearse a largo plazo”, sostiene Camps. En el mismo sentido se pronuncia Cortina: “En los últimos tiempos, los debates de nuestro país se centran preferentemente en el modelo de Estado que podemos querer para el futuro próximo: si deseamos una estructura autonómica, autonómica reformada, federal o la disgregación sin más. Naturalmente, la urgencia de discutir sobre estas opciones viene provocada por la inminencia de la consulta catalana y cuanto ella implica, pero es preciso preguntar si el tema por sí mismo es tan urgente o lo es mucho más el de la justicia social”.
La actual polarización dificulta el diálogo sereno, dentro de Cataluña y de Cataluña con el resto del Estado. Hay que enfriar ánimos y emociones. Y crear un clima que permita el diálogo real, del que solo se autoexcluyan los y las extremistas. Las personas cristianas, llegadas a esta tesitura, deberían poner los medios para promover un servicio de concordia, tratando siempre de ser signo de fraternidad.
“Nada es sagrado, excepto las personas y, para los creyentes, también Dios”, puntualiza Adela Cortina. “Las constituciones pueden cambiarse pero, si parece conveniente hacerlo, hay que pensar muy bien hacia dónde se quiere ir”.
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