En los países de tradición cristiana, el mes de diciembre destaca de manera especial por la celebración de la Navidad: el nacimiento de Jesús. Si nos atenemos al pesebre o al Belén, de tanta tradición en muchos lugares, observaremos en seguida que el lugar preferencial en el mismo lo ocupa el recién nacido, acompañado por José y por María, su madre.
Los evangelistas dan pocas referencias sobre este hecho; entre otras razones, porque no es intención suya hacer historia, sino presentar el Reino que este Jesús, ya adulto, proclamaría durante su vida pública.
A pesar de las pocas referencias históricas sobre el nacimiento y la infancia de Jesús, es precisamente el evangelista Lucas quien ofrece, dentro de la exigüidad, más detalles. Es más, se remonta al momento en que a María, una joven de Nazaret, le anuncia un “ángel” que ha sido escogida para ser la madre de Dios. El relato ya lo conocemos de sobra; en todo caso lo encontraremos en Lc 1, 26-37, si es que queremos volver a leerlo una vez más y, sobre todo, a meditarlo.
No voy a entrar ahora en explicaciones o interpretaciones bíblicas ni teológicas sobre este hecho, porque ya se ha escrito bastante. Quiero, sencillamente, poner de manifiesto la importancia de María en mi vida de fe, creo también que en la vida de fe de cualquier persona cristiana, dejando de lado todo tipo de cuestiones que no hacen más que oscurecer en vez de aportar luz y claridad.
Desde los primeros tiempos de cristianismo, María comienza a ser llamada Virgen María o sencillamente la Virgen; cuestión ésta que perdura en la gente de hoy, incluso por parte de muchas personas indiferentes o contrarias al hecho cristiano. Muy pocas veces se la conoce como María, a secas, o como María de Nazaret; para algunas personas esto sería como privarla de un atributo esencial.
María, una mujer, parece que es el instrumento, el único a través del cual Dios puede hacerse presente en la historia de la humanidad. El mismo San Pablo dice en su carta a los cristianos y cristianas de Galacia: “Nacido de mujer y nacido bajo la ley”; como no podía ser de otra manera, evidentemente. ¿Por qué, entonces, ese empeño en evitar la intervención paternal, de José en este caso, cuando nos referimos a la concepción de Jesús por parte de María?
Dejando de lado las numerosas explicaciones que se han hecho, yo me pregunto por qué complicar tanto las cosas. ¿Por qué entonces Dios, que lo puede todo, hasta el hecho de que Jesús naciera de María “como un rayo del sol que entra por un cristal sin romperlo ni mancharlo”, según el catecismo del padre Astete, no lo hizo de manera directa, prescindiendo tanto de hombre como de mujer? ¿Puede existir algo más bello que parir una criatura querida? ¿Por qué, entonces, no puede ser igualmente bello el hecho de engendrarla?
Si hurgamos un poco, veremos enseguida que en el trasfondo existe una realidad poco grata, en muchos casos bastante demonizada, por parte de muchos sectores de la Iglesia, como es el fenómeno de la sexualidad. Da la sensación de que el hecho de engendrar una criatura por parte de un hombre y una mujer fruto de su amor, fruto en definitiva de Dios, porque “Dios es amor” (1Ju, 4,8) fuera algo malo o, por lo menos, algo de segunda categoría o, como mínimo, fruto de un amor salpicado de concupiscencia, origen de lo pecaminoso.
No entiendo que la virginidad física, la ausencia de relación sexual entre hombre y mujer, sea concebida por parte de la iglesia oficial como el súmmum de la pureza. Es más, me duele leer en un libro escrito por el fundador de una institución católica que “El matrimonio es propio de la tropa”. Sin pretender juzgar a nadie, me atrevería a decir: ¡bendita tropa, en tantos momentos! Pero, por la misma razón, se podría decir lo contrario respecto a los oficiales.
No se trata ahora de ir al diccionario a ver qué definición da respecto a las palabras “virgen” y “virginidad”. No es cuestión de diccionarios, sino de experiencia y de vida. ¿María es virgen? Claro que sí. Estaba dispuesta y disponible para todo lo que pudiera venir de parte de Yahavé, sin reservarse absolutamente nada para ella. Su mente y su corazón estaban limpios de todo, pues no había en ellos ni prejuicios ni condiciones. “Soy la esclava del Señor”, ¡qué más da todo lo demás! ¿Es que, de no haber sido virgen físicamente, hubiera significado que ella habría sido menos madre y también Dios, menos Dios?
Sin comentarios, como suele decirse normalmente cuando la respuesta resulta más que evidente.
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