Creo que no es una manera de hablar que ha surgido ahora, debido a la actual situación, sino que ya viene de lejos, desde la “antigua normalidad”, vaya. Me refiero a un tipo de lenguaje referente a cuestiones religiosas, relacionado fundamentalmente con el cumplimiento de ciertos ritos y preceptos. Referido de una manera muy especial al precepto de la misa dominical, sobre el que la jerarquía eclesiástica insiste siempre que encuentra la mínima ocasión. De hecho, nada más decretarse el “Estado de alarma”, los obispos se apresuraron a informar a sus fieles que, durante el tiempo que durase dicho estado, quedaban dispensados de cumplir con el mencionado precepto.
La “nueva normalidad” afecta también a todas las confesiones religiosas y, por ende, a la Iglesia católica; quizás de manera especial, por ser la más numerosa en nuestro país, sociológicamente hablando.
“A partir de tal día se puede comenzar a ´dar` misa”, oíamos decir a los informadores o leíamos en los medios de comunicación social. Efectivamente: “dar” misa. Para nada se decía ni se insinuaba el concepto “celebrar”; entre otras razones, porque la cultura religiosa es la gran ausente en general en nuestra sociedad y, por ende, aunque resulte lamentable, en las personas que debieran ser más exactas y precisas, por razón de su profesión. No es extraño oír de decir a algunas personas “para el caso es lo mismo”, cuando alguien ha intentado puntualizar o aclarar ambos conceptos: dar y celebrar.
No pretendo con esto acusar a dichos medios y a sus profesionales, aunque me resulta bastante triste constatar cómo desinforman a la audiencia por falta de rigor y de la más elemental formación en muchos casos; en este, de manera más que patente.
Y, ¿por qué este ajuste desinformativo referente a estos conceptos? Seguramente que se podrían aducir causas diversas. Pero se me ocurre aplicar en esta ocasión aquello “De aquellos polvos, estos lodos”. Sí, señores responsables de la liturgia y obispos en general, por ser ustedes los encargados de aplicar y ayudar a cumplir las normas que dimanan del Dicasterio romano sobre la citada disciplina. Quiero decirles que ustedes han hecho muy poco o, para ser más exactos, han contribuido muy mucho, a que los sacramentos en general, y la misa de manera particular, se hayan convertido en “objetos” de “consumo” (perdonen la expresión; a lo mejor no es muy acertada que digamos). Es decir, la impresión de la inmensa mayoría, profana y versada, cuando se refieren a la misa no dicen, por ejemplo, “voy a celebrar la misa o voy a una celebración de la misa”, sino sencillamente “voy a misa”. Un “ir” a un lugar, a una iglesia o a un centro de culto.
Quiero matizar en mi caso como “asistente” (quizás como “participante” a la vez; no estoy seguro de ello) ciertos aspectos que, bajo mi punto de vista, sitúan a la misa mucho más cerca del “dar” que del “celebrar”.
Asumo que se me acuse de superficial y de falto de fe en los misterios divinos. ¡Que lo vamos a hacer! Me esforzaré por profundizar en ellos; lo prometo. Pero, mientras tanto, no puedo dejar de manifestar esa especie de devoción que la misa supone para la inmensa mayoría de personas. Sobre todo, en el momento en que el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración. Es entonces cuando para las personas allí congregadas, según les enseñaron y continúan enseñándoles, Jesús se hace presente de manera “real”. Ante misterio tan grande y venerable, solamente les queda la adoración “personal” como la mejor de las respuestas. Claro que, si hacemos un breve repaso, no deja de ser, por lo menos un tanto sospechoso, que la Palabra de Dios y de Jesús “leída” o “proclamada” (vete tú a saber) momentos antes haya pasado muy o totalmente desapercibida y muy poco o nada venerada, al menos por parte de la mayoría de los allí presentes.
A todo esto, podríamos añadir la intención o intenciones que muchas personas llevan o llevamos, cuando vamos a misa. Que la liturgia prevé, por cierto. Que está bien y es bueno tener esa especie de recuerdo/rememoración de “mi” vida, de lo “mío” y de los “míos”. Pero, claro, deja de estarlo a partir del momento en que el “mi”, lo “mío” y los “míos” se convierten en centrales, únicos y exclusivos. Dejando prácticamente olvidado y al margen lo “tuyo”, lo del “otro”, los “vuestros”, lo de la “comunidad”, etc.
Todo ello contribuye a que el ambiente que en general se respira en las misas es, como acabo de decir, muy o demasiado individual y poco o nada comunitario. Por ello, pido que se me perdone el símil, tiene mucho de comercio y poco de fiesta celebrada. El primer caso nos recuerda un lugar donde una persona va a por algo y otra persona (una concreta, no cualquiera) se lo da (como mediadora, claro está). Frente al segundo, en el que las personas se juntan para compartir y celebrar. Este es el sentido que nos sitúa en el “dar” frente al “celebrar”.
Y, si se me permite como anécdota, recordar que, si bajamos al terreno del vulgo no versado (no hablo del versado, aunque a lo mejor nos llevaríamos unas sorpresas mayúsculas), no resulta extraño oír a alguien que ha asistido a una misa por razón de “compromiso”, decir expresiones como, por ejemplo: el cura que “daba” la misa era tal o cual. “Daba la misa”. Quiero interpretar su expresión y su pensamiento como una persona que daba (no sé qué) y el resto de las allí presentes lo recibían.
Ya sé que muchas personas pueden pensar que el tema de “dar” frente a “celebrar” puede pertenecer al campo de lo anecdótico o poco más; posiblemente sí. Pero tengo la plena convicción de que en el fondo de ello hay una especie de enjundia muy profunda que los responsables deberían apresurarse cuanto antes a esclarecer. Pero ¡por favor!, en vez de acusar, reñir o yo qué sé a la gente, que bajen y se lo expliquen desde la vida, en vez de hacerlo desde la liturgia y desde el dogma. Porque, de ser así, continuaríamos estando en lo mismo y fomentando actitudes que muy poco tienen que ver con la celebración y muy mucho, en cambio, con un cierto pietismo que, posiblemente, pueda llegar a consolar a algunas o muchas personas, pero que no las ayudará, en absoluto, a madurar y crecer en la fe y en la celebración de los sacramentos.