¿No os parece que existe una cierta contradicción interna si nos atenemos a las palabras literales de dicho mandamiento de la Ley de Dios? Tengo la impresión de encontrarme, al menos yo, ante una disyuntiva, en el sentido de tener que optar por Dios o por las cosas, como si se tratara de algo incompatible o como si lo uno fuera rival de lo otro.
Claro que todo depende de lo que entendamos por cosas, una de las palabras, por cierto, más genéricas que hay en nuestro diccionario. Me vienen a la memoria en estos momentos las palabras que dijo Jesús en una ocasión: “No se puede amar -o servir, para el caso es lo mismo- a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Por otra parte, existe un texto en el Antiguo Testamento, concretamente en el libro de la Sabiduría (13,1), donde podemos leer que “Son necios por naturaleza quienes no han sido capaces de descubrir a Dios a través de las cosas creadas”. Por tanto, si nos atenemos a estas palabras, está claro que todo lo que existe es obra de Dios e imagen suya. Lo cual quiere decir que no existe o, al menos, no debiera existir contradicción entre Él y todo lo demás.
¿Dónde está, entonces, el posible antagonismo o contradicción en este caso? Evidentemente no en las cosas en sí mismas, sino en el uso que de las mismas hacemos las personas. Somos, pues, los seres humanos quienes creamos el conflicto entre lo humano y lo divino que podríamos denominar en este caso. Si me permitís ir un poco más lejos, el verdadero conflicto arrancaría a partir del momento en que tergiversamos los términos; es decir, damos un vuelco a la realidad poniendo a las personas al servicio de las cosas y no viceversa.
Por tanto, “Amar a Dios sobre todas las cosas” no tiene otra explicación que poner a cada cual en el lugar que le corresponde en la escala de valores. Es decir, poner las cosas al servicio de las personas que, al fin y al cabo, son la imagen más clara y nítida de Dios y no viceversa. Todo esto según palabras de Jesús significaría “Poner el sábado al servicio del hombre y no al contrario”, según relata el evangelista Marcos, 2, 27-28.
Por si a alguien no le queda claro lo dicho hasta ahora o continúa teniendo dudas, le recomendaría leer con calma el capítulo 25, 31-46 del evangelista Mateo. En él se dice de manera clara y contundente que dar de comer al hambriento, de beber al sediento, acoger al emigrante y extranjero, visitar al encarcelado, dar casa a quien carece de hogar, etc. son los signos más claros del amor prestado a Dios. Está claro, pues, que de rivalidad, nada y de contradicción, menos aún.
Amar a Dios por encima de todo lo demás, por tanto, no consiste en ningún tipo de mística desarraigada de la tierra; menos aún si para tal mística hemos de dejar de lado a la persona que nos necesita. No puedo por menos de citar aquí la parábola del buen samaritano que refiere el evangelista Lucas, 10, 30-36. Dos hombres que pasan de largo porque tienen miedo de no llegar a tiempo al culto del templo mientras, a la orilla del camino, alguien se encuentra malherido. También el Antiguo Testamento, sobre todo por medio de los profetas, hace mención del verdadero culto a Dios, que no consiste en otra cosa sino en ayudar a la viuda y al pobre y echar una mano al desvalido. Éste es el amor, de donde procede el verdadero culto que place a Yahvé.
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