Ella se llama Soledad. Es una mujer de mi barrio de Otxarkoaga, de la etnia gitana. Ha llegado a ser para mí una mujer muy entrañable. Con su cuerpo delgadito -35 kilos- y unos ojos tan metidos en sus cuencas, con unas manos tan largas y menudas, con un rostro tan sonriente, es alguien que atrae hacia sí. Es la expresión de la ternura y mi gozo al estar a su lado es algo difícil de explicar. Siempre que entro en su habitación, en la que se encuentra aislada -“algún bicho que se me ha metido” dice ella-, la saludo con el estribillo “Soledad, es criatura primorosa, que no sabe que es hermosa”. Es una canción que le sienta como anillo al dedo. A veces la veo ensimismada, con una capacidad limitada de reacción a lo que le va llegando desde fuera de ella misma y me da pena verla en esa situación.
Le pregunto, para saber si me reconoce, “¿quién soy yo?” y unas veces muy pronto, otras costándole un poco más, me dice “el curica de mi barrio”. Este diminutivo, pronunciado mientras esboza una sonrisa tan entrañable, me entra muy adentro. ¡Soy feliz a su lado!
Al mismo tiempo, descubro una entrega total y con un amor expresado tan claramente en su hija Antonia, que entiendo que el amor entregado, sin ningún alarde de nada, es lo más precioso que me es dado contemplar. Es la vida hecha entrega y expresión nítida del amor de una hija a su madre.
En una de mis visitas descubro que Antonia pertenece a la Iglesia de Filadelfia y entiendo que por encima de la Iglesia a la que pertenezcamos está el amor nítidamente expresado.
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