Hemos dejado atrás las grandes fiestas que marcan la liturgia cristiana. Han pasado las tres pascuas: Navidad, Resurrección y Pentecostés. Ahora comienza un largo periodo en el que no pasa nada. O pasa todo. Porque la vida de las personas se juega en el día a día y no en los grandes momentos o celebraciones.
Junio nos sitúa en la normalidad de la celebración de la eucaristía. Cada domingo, las personas creyentes nos reunimos para escuchar la palabra de Dios y para compartir el pan en memoria de lo que hizo Jesús tantas veces con sus discípulos. La palabra nos invita al seguimiento. La eucaristía se convierte en fraternidad, acción de gracias, encuentro con el hermano y la hermana.
Aunque sea por accidente litúrgico, nos viene bien subrayar que el mes comienza con la fiesta del Corpus. El evangelio de ese día es el de la multiplicación de los panes. Mejor sería decir el de la comida compartida. Hasta podría servir para hacernos pensar que no hay derecho a que una bajada del 5% o del 10% en la producción de este país –una bajada muy pequeña– haya producido semejante cantidad de personas excluidas –cinco millones de desempleadas. Bien pensada, la cosa es de locos. Es un planteamiento de lo mío es para mí solo. Lo de Jesús es totalmente lo contrario: compartimos, tenemos para todo el mundo y sobra. Quizá esta solución a la crisis sea mejor que la que nos ofrecen quienes se encargan de la política y la banca.
El penúltimo domingo del mes nos plantea la cuestión clave: ¿quién decís vosotros que soy yo? Seguro que la hemos meditado cientos de veces. Pero vale la pena una más. Sobre todo si la hacemos aterrizar en la realidad cotidiana de nuestros ires y venires.
Respondida –aunque nunca del todo– la pregunta, toca ponerse en camino: a Jerusalén. Es el evangelio del último domingo del mes. Jesús no tuvo miedo –y si lo tuvo, se lo aguantó–, asumió su misión y se lanzó a los caminos. Pero sabía que su caminar no era sin rumbo. En Jerusalén le esperaba la entrega definitiva. El Reino valía la pena. Tanto como para dar la cara y la vida.
Vivimos tiempos difíciles. Contamos con la compasión y la misericordia de Dios, tal como se nos manifiesta en Jesús. Pero en nuestra vida cotidiana tenemos que saber dar el do de pecho como cristianos y cristianas. No hay que callar frente a la injusticia. Hay que estar cerca de quienes sufren, de las personas a quienes les está tocando la peor parte en esta crisis. El camino se puede hacer cuesta arriba pero delante de nosotros y nosotras va Jesús. No hay más que seguirle y tragarse el miedo. Como él.
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