Educación sin amor

Ya estamos en octubre, van cayendo las hojas de los árboles –aunque ha costado que empiece el otoño, con los efectos patentes del cambio climático– y el curso escolar ya lleva unas cuantas semanas de rodaje. Y, con este rodaje, llega la enésima reforma educativa (la séptima de la democracia, para hablar con exactitud).

Nos hemos perdido ya en las siglas –LOECE, LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE…– de unas reformas politizadas, orquestadas con cada cambio de gobierno y que no logran atajar los verdaderos problemas de nuestro sistema educativo. Por este camino, la elevada deserción escolar, la falta de motivación y el bajo rendimiento seguirán ahí, por mucho que nos quieran vender la excelencia y la unidad. “Una educación, una nación”, titulaba un diario nacional al día siguiente de conocerse la reforma, como si la diversidad cultural del Estado español fuera el mayor de los problemas.

Paralelamente, este curso pasará a la historia como el curso del tupper, que no es sino un signo visible de cómo el empobrecimiento de las clases medias ha aumentado. Cada vez son más las familias que no pueden pagar las tasas de los comedores escolares, mientras que cada vez son menos las becas de comedor que se otorgan desde las consejerías de educación.

Quieren excelencia y obtener niveles europeos en ecuaciones y análisis gramatical, pero difícilmente lo conseguirán si los niños y niñas de nuestro país pasan hambre. Así, con todas las letras: hambre.
Latín obligatorio, bachillerato de excelencia, pero para comer: patatas al estilo tupper-ware, pagando 3’80 euros solo por tener el derecho de comérselas. Por no hablar de la subida del IVA a los materiales escolares o el aumento de precio para las actividades extraescolares, así como del hostigamiento a las escuelas de enseñanzas paralelas como las de música o las de idiomas, que se han quedado sin apenas presupuesto.

Una reforma que tanto se preocupa por la excelencia, las declinaciones, las ecuaciones y las integrales, deja a un lado a las personas, los niños y niñas que sufren sus efectos. La clase política en sus despachos olvida algo que ya descubrieron los fundadores de congregaciones educativas allá en el siglo XIX, es decir, hace casi 200 años. “Para educar hay que amar”, decía Marcelino Champagnat, fundador de los hermanos maristas. Una frase que bien podría ser suscrita por tantos santos educadores y educadoras de aquel tiempo: Antonio María Claret, Claudina Thévenet, Don Bosco, Mª Eugenia de Jesús, Pedro Bienvenido Noailles… Ellos y ellas lo tenían claro.

De poco sirve la excelencia y los exámenes de reválida si los chicos y chicas no se sienten profundamente amados, aceptados y acogidos por el sistema educativo. Si pasan hambre o si sufren discriminación por almorzar de tupper en lugar de ir al comedor. Pero, claro, de amor poco entienden los gobiernos (y menos el de Rajoy).

1 comentario en «Educación sin amor»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *