Sala de espera de las urgencias de un hospital. Mientras tu familiar está con el médico y tú esperas fuera, caes en la cuenta de lo infranqueable de lo que a cada uno nos toca vivir. Mientras ves entrar y salir a médicos y enfermeras, te fijas en una joven que está esperando en esa misma sala para ser aliviada de su dolor. Custodiada por sus padres, testigos impotentes de su situación, los ves acariciarla cuando esos puntazos aprietan y retuercen su cuerpo. Buena medicina es esta de la cercanía que se pega al dolor del otro y lo acaricia intentando apaciguarlo. Esta medicina sana de la peor de las enfermedades: dejar que el dolor que trae la enfermedad se convierta en el horizonte de la propia existencia. Aquellos padres y aquellas caricias le están recordando a su hija que hay algo más; mejor dicho, que hay alguien más allá de ese dolor.
Y mientras sigues esperando en la sala de urgencias te das cuenta que hay ocasiones en que la vida te pilla con lo puesto y que con eso tienes que seguir adelante. Son momentos en que la evidencia sobre uno mismo se presenta sin cuotas ni rebajas.
En esos momentos comprendes que hay una forma de mirar la propia vida que no se improvisa. Y es que nuestra forma espontánea de percibir parece demasiado fijada a lo propio, demasiado vuelta sobre sí misma. No es cuestión de malicia, es torpeza que nos incapacita más de lo que nos podemos imaginar y nos deja varados en nosotros mismos. Es un espejismo que nos obnubila y hace que la autocomplacencia tenga algo tan fascinante. Afortunados los que despierten de ese aturdimiento.
Quizá fue la experiencia de aquellos discípulos encerrados por miedo, atascados en ellos mismos, sin capacidad para percibir algo que no fueran amenazas y peligros y que les mantenía atrancados a cal y canto. Un miedo que había llegado a debilitarles el ánimo, la vitalidad y el aliento. Fue necesario un viento recio y un fuego abrasador para devolverles a la vida. Y es que el miedo tiene la virtualidad de secuestrar todas nuestras posibilidades, arrebatándonos incluso aquello de lo que seríamos capaces.
En todas nuestras historias hay un momento en que toca volver a la vida, volver a recrear lo que parecía perdido, robustecer el ánimo, fortalecer el deseo, recobrar el horizonte. Es una experiencia recia y abrasadora que, aun aconteciendo en ti no puedes arrogártela ni apropiártela. Simplemente sucede y no se necesita más que dejar que lo alcance todo y todo lo llene de fuerza y vida.