Un viejo refrán clerical decía que en tiempo de melones no hay sermones.
Nunca he sabido si lo inventó algún clérigo para justificar una temporadita de descanso homilético o, por el contrario, un feligrés deseoso de un tiempo de respiro y de silencio.
Lo cierto es que en nuestra España el tiempo de llegada del calor, las vacaciones, los desplazamientos coinciden con el llamado litúrgicamente tiempo ordinario. En las iglesias coinciden los abanicos con unas lecturas que no siguen ningún orden lógico, que abordan cada domingo temas diferentes, ajenos en general a la situación ambiental o social. Se juntan, pues, las pocas ganas de predicar a las menos de escuchar predicaciones.
En mi caso, cuando era párroco y ahora en una misa que celebro a las 10 de la mañana -explicando de entrada que eso es excepcional- sustituyo la homilía por lo que llamo charlas de verano: tomo un tema teológico actual y voy desgranándolo domingo a domingo, haciendo siempre un pequeño resumen para quienes no hubieran asistido todos los festivos. Lo curioso es que, al preguntar a algunos feligreses, opinan que les gusta más que las homilías normales.
Es que las misas de verano, en vacaciones, a las que se acude en un sitio o ambiente ajeno, tienen otro carácter. Son las misas de otros lados, a veces con características distintas. Un lugar que en ocasiones puede ser una experiencia de lo diverso.
Cuando era más joven, y podía conducir, solía ir de vacaciones a Alemania. Me interesaba entonces ver cómo había evolucionado la liturgia en otros espacios geográficos y culturales En uno de los pueblos asistí por primera vez a una eucaristía presidida –sin consagrar, pero haciendo todo el resto- por una mujer joven.
Recuerdo una eucaristía en Copenhague, con una asistencia variopinta. Se celebraba en inglés. Al comenzar, el cura ensayó brevemente unos cantos sencillos y después nos invitó a presentarnos a las personas de al lado, lo que me pareció un gesto apropiado y entrañable. Lástima que luego predicase veinte minutos.
En un pueblo de Galicia me sorprendió hace años que los hombres se situaran a la izquierda y las mujeres a la derecha. Y el año pasado, cerca de Cambados, después de perderme y hacer autostop, llegué a una parroquia cerrada a cal y canto y sin la menor indicación de celebraciones ni horarios. Al cabo de media hora, unas vecinas que iban al cementerio anejo pudieron informarme. Parece que el párroco no quería atraer a más asistentes.
Una vez tuve una experiencia curiosa: el balneario de La Hermida acoge a un cura gratuitamente a cambio de que celebre la misa todos los días. Yo estuve quince y los últimos diez me sentaron a una mesa del IMSERSO con cuatro matrimonios a los que habían acomodado juntos y hecho ya una cierta amistad. Uno me sonaba al Opus, otro solía venir a la misa, el tercero era de un barrio de Madrid sin especiales connotaciones religiosas y el cuarto era una pareja de ateos. Cuando llegó el día de su marcha se me ocurrió invitarlos uno a uno a una especie de misa de despedida. Asistieron todos y para mí fue la primera vez que he celebrado una misa para ateos. Lo curioso es que, después de varios años, todavía por whatsapp mantengo una relación con ellos. Solo con ellos.
Pensando en estos y otros casos se me ocurre que para los “practicantes” la Eucaristía no es solo un sacramento, una ceremonia, un ritual de acción de gracias, sino también una comunidad, un ambiente, un ámbito religioso especial. Fuera de él –en este caso, en vacaciones- yo por lo menos siempre he sentido: estos son de mi familia, de mi cuerda; son de los míos, pero no son los míos.
Alguien dirá que esa conclusión no merecía una columna, que este mes he salido del paso con algunas historietas más o menos curiosas. Puede ser. Es que en tiempo de melones no hay grandes disquisiciones.
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Coincido con casi todas las apreciaciones que hace Carlos Barberá en su comentario vacacional «En Tiempo de Melones».
Excelentes matices y apreciaciones fruto de su capacidad de observación y reflexión sobre la realidad.
Las realidades en tiempo de vacaciones quizá puedan parecer y vivirse como triviales, anodinas, temporales… pero son realidades sustantivas respecto a las que tendemos a evadirnos y generalmente las olvidamos en cuanto retornamos a nuestro ambiente habitual.
Aunque lo dicho son percepciones generales, que pueden matizarse sustancialmente para los casos concretos.
En mi caso, procedente originalmente de una ciudad, que dejé a los 24 años, fui pronto consciente de mi «cualidad» de emigrante en todos los lugares en los que posteriormente viví, pocos o muchos años. Y creo que la «mochila de la emigración» la llevo ya siempre conmigo, esté o no de vacaciones; incluso en mi lugar de origen.