El 28 de diciembre Religión Digital publicó la noticia de que la Congregación para la Disciplina de los Sacramentos iba a suprimir definitivamente las mitras episcopales. Pasados los días parece confirmarse que se trataba de una inocentada.
Ya somos muchos sin embargo los que sentimos vergüenza ajena al contemplar ese absurdo adorno que además necesita un ayudante para un quita y pon sin carente de sentido.
Algún chisco aseguró que la mitra es el apagavelas de la ciencia. No estoy seguro de que así sea pero sí de que ha sido siempre el apagavelas del sentido del ridículo. ¿Cómo es posible que alguien medianamente razonable se sienta a gusto presentándose en público con semejante sombrero?
Pedro Casaldáiga, hombre cristiano y sensato, escribió definiendo sus propósitos: “Tu mitra será un sombrero de paja campesino…”. Nada más razonable.
Pero este asunto de la mitra me ha llevado a investigar un tema relacionado con él y es el de la capa magna. Los lectores recordarán que hace años Antonio Cañizares, arzobispo de Valencia, presidió en Florencia dos ordenaciones y con ese motivo vistió una larga capa roja, dando lugar a un vídeo que fue objeto de general rechifla. Recientemente su foto sentado con la capa extendida delante de él ha circulado de nuevo con una leyenda: cardenal en erupción. Y es que, en efecto, se parecía mucho a la colada del volcán de la Palma. Pero resulta que el caso de Florencia no era una excepción. La llamada capa magna existe, está regulada y mide 7 metros la de los cardenales y 3, 5 la de los obispos. En uno y otro caso requiere una persona que la levante y la sostenga por el extremo.
En declaraciones a medios valencianos Cañizares afirmó que aquél había sido el momento más humillante de su vida. Añadió que había ido a esa ordenación por obediencia y no tuvo más remedio que respetar los usos de la institución que le recibía. Se podría argüir que debería haberse acordado que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres pero la propia Iglesia parece que no se da cuenta de esa contradicción.
La pregunta es cómo se ha podido llegar a esos extremos en la Iglesia de Jesús de Nazaret. Durante siglos y siglos los poderosos han creído que una de las maneras de sustentar su autoridad era adornarse con todos los títulos del poder. Cuando se ve el retrato que Ingres hizo a Napoleón con su corona de laurel de oro, su manto rojo con forro de armiño, su cetro y su vara de mando, sentado en su trono, no cabe sino pensar que él valoraba esa parafernalia como apoyo de su autoridad absoluta.
Cuando el cristianismo llegó a ser la religión oficial del Imperio, la Iglesia adoptó ese mismo argumento. La doctrina se difundía mejor si iba acompañada de los signos del poder. Si se contemplan los mosaicos de san Vital de Ravenna, el arzobispo Maximiano apenas se distingue en su vestimenta del emperador Justiniano. Todo ello tenía poco que ver con el Evangelio pero probablemente no carecía de eficacia.
Lo malo es que mil quinientos años después la sociedad ha cambiado radicalmente pero la mentalidad de muchos sigue anclada en aquel pasado.
Hace años estuve como consiliario europeo en una asamblea de la FUCI italiana. Una estudiante se me acercó un día preguntándome por qué no iba vestido como un sacerdote. Eran días de Semana Santa y me habían dado un ejemplar del ritual. Acudí a la carta a los filipenses y le mostré el texto que dice diventato simile a tutti gli altri. Si así lo hizo Jesús, lo mismo nosotros.
Naturalmente, el Papa no va a ir con americana y corbata o abrigado con un chandal pero están muy bien sus viejos zapatos (y no los rojos de Prada de su predecesor). El resto, escudos, tronos, títulos, colores rojos y morados, solideos y por supuesto mitras. Son estorbos para la sinodalidad, es decir, para caminar juntos.