Cuando yo era pequeño había acciones que eran pecado, los malos pensamientos eran pecado, algunas parejas vivían en pecado… Hoy la palabra pecado ha desaparecido del lenguaje normal.
¿Será que ya no hay pecados? Asesinar a los enemigos políticos ¿no es un pecado? No, es un crimen. Encarcelar a los adversarios ¿no es un pecado? No, es despotismo. ¿Enriquecerse aprovechando el dinero público ¿no es un pecado? Tampoco, eso es corrupción. ¿Matar a la pareja o expareja ¿no es un pecado? Claro que no, es violencia de género. Estamos rodeados de criminales, dictadores, corruptos, o violentos pero los pecadores han desaparecido.
Parece que cuando una palabra deja de emplearse es porque ha desaparecido la realidad a la que se refería. Por ejemplo: pudor, modestia, humildad, recato… Pero en el caso del pecado –como en el de su antónimo, la gracia- se trata de algo distinto. Es que se ha retirado a la esfera religiosa. E incluso en ella, manejándola con mucho tiento.
No cabe negar que muchos creyentes, recordando su educación religiosa, sienten como una engañifa la utilización de esa palabra. Les obligaba a sentirse culpables por acciones o actitudes naturales o la aplicaban a situaciones que hoy se ven de manera muy distinta. Como decía un cura amigo mío, lo mejor para no tener malos pensamientos es no pensar que son malos. Lo mejor para no culpabilizarse en muchas situaciones es no recordar la Humanae vitae. Y así sucesivamente.
Y, sin embargo, san Pablo sostiene en muchos lugares que Cristo vino para librarnos de nuestros pecados y es una afirmación que hay que tomarse en serio. Ensayemos, pues, una perspectiva diferente.
Jesús afirmó que esperaba de nosotros que diéramos fruto y un fruto abundante. No un fruto cotizable en bolsa sino en el campo del servicio a los demás. Él fue bien consciente del sufrimiento humano, aunque no pudiera imaginar la extensión, la profundidad de ese sufrimiento tal como hoy lo conocemos. El hambre, la sed, el abandono, la cárcel, la enfermedad, la muerte, ahí acababa un repertorio que hoy, por desgracia, se ha ampliado largamente.
Todo sufrimiento está demandando consuelo, asistencia, remedio, y Jesús nos propuso algunas indicaciones: habíamos de dar a quien nos pidiera, regalar la capa a quien nos solicitase el manto, prestar sin esperar la devolución… En definitiva, no solo no tenemos que provocar sufrimientos –eso por descontado-, tenemos que perder la vida en juego para aliviarlos y abolirlos.
Procurar no enterarse de que existen, mirar para otro lado, dedicarles la mínima atención posible, compartir las migajas de nuestro dinero o nuestro tiempo, en eso consiste el pecado, algo que atañe a Dios porque Él dijo que lo que hiciéramos a uno de los más pequeños se lo hacíamos a Él. En cada uno de nosotros el pecado es el déficit entre lo que deberíamos hacer y lo que hacemos en realidad.
Hay una expresión cara a la teología protestante: el ser humano es simul justus et poecator, a la vez justo y pecador. La reflexión católica solo la admite si no tienen el mismo peso una y otra palabra. La gracia ha sobreabundado porque ya estamos reconciliados (Rom 5,10) la gracia de Dios nos ha salvado (Ef 2,8) nos ha salvado según su propósito (2 Tim 1,8) pero es cierto que llevamos ese tesoro en vasos de barro y en eso consiste nuestra condición pecadora.
Hay hoy una especie de consigna universal que asegura que hay que estar a gusto consigo mismo. Será sin duda cierto, pero san Pablo, que no era masoquista ni histérico, suspiraba con una frase un tanto excesiva: “¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Creo que a la condición cristiana pertenece esa experiencia de la limitación de nuestras obras, de la escasez de nuestros frutos y, por tanto, el deseo de una liberación final de nuestra condición pecadora porque “aún no se ha manifestado lo que seremos”. Aún no.
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Gracias por divertirme al leer la seriedad del artículo y su profundidad.